Nosotros, los mantequita: sobre «Okupas», de Bruno Stagnaro

A 20 años de su estreno, Monserrat Cabrera revisita Okupas, de Bruno Stagnaro

Okupas, la serie de culto argentina dirigida por Bruno Stagnaro, llegó a Netflix remasterizada y con una alteración un tanto polémica en su banda sonora. Pero ni siquiera las críticas de los fundamentalistas del rock clásico sobre la inclusión de Santiago Motorizado en la misma composición sonora que los Ratones Paranoicos, Almendra, Pescado Rabioso, entre otros artistas argentinos e internacionales opacaron el entusiasmo del público al volver a encontrarse con esta ficción icónica. 

En el año 2000, en plena crisis socioeconómica, Stagnaro presenta esta propuesta que da cuenta de la decadencia y nos introduce, para empezar, a las situaciones violentas de desalojo de una casa enorme y venida a menos en la ciudad de Buenos Aires. Con la casa ya vacía, la propietaria le pide a su primo Ricardo, el protagonista, que se mude para poder cuidar la edificación mientras está a la venta. Por distintos medios, el Pollo, el Chiqui y Walter con su perro llegan a convivir con él, que se sumerge activamente en un mundo en el que la línea entre la viveza criolla del personaje principal y la delincuencia se va difuminando cada vez más. Entre drogas, peleas y maneras de rebuscarse para sobrevivir, los cuatro personajes se van encariñando y, atravesados por un humor que pasa rapidísimo de lo obsceno a lo adorable, se empiezan a gestar problemas con la policía, otros delincuentes y sus vecinos.

Es en la cotidianidad de este mundo, en los tiempos de tranquilidad u ocio entre el drama y la violencia, que surge el humor ácido y la ironía que conquistan al espectador y sirven de descanso dentro de la diégesis. De estos momentos también se nutren los fanáticos para generar la cantidad de contenido que inundó las redes sociales estos últimos meses y que invita a buscar en la serie el contexto de frases tan particulares. No se trata de remates armados, sino de intercambios ingeniosos, que a su vez se refuerzan por las distintas personalidades y los vínculos y roces atrapantes que se generan en la convivencia, ya sea sirviendo la comida, tomando merca o transportando al Pollo recién apuñalado.

“¿No estaremos adentro de una película argentina nosotros?” comenta Walter en uno de los últimos capítulos, como un simple guiño meta que a su vez da lugar a una enmarcación de la serie en un momento cinematográfico muy específico de la región. Porque por más única e innovadora que sea Okupas, principalmente para la televisión argentina, no se trata de una rareza en su cine contemporáneo. Quizás sí destaque su particularidad en la realización improvisada y las circunstancias que hicieron, por ejemplo, que los últimos bloques del último capítulo se terminaran de editar mientras se emitían los primeros o que a mitad de temporada se tuvieran que hacer camisetas de la serie para que no les robaran mientras filmaban en la calle. Pero, de hecho, se trata de una propuesta muy representativa del “Nuevo Cine Argentino” que surge a partir de los años 90. 

Se trata de una serie de películas entre las cuales está la emblemática Pizza, birra, faso, también de Stagnaro, que denuncian una realidad socioeconómica conflictiva y problemática de finales del siglo XX y comienzos del siglo XIX. En contraste y como reacción al cine moderno y su representativa esperanza de poder cambiar al mundo, el nuevo cine argentino se manifiesta descreído y desesperanzado, no sólo en cuanto al sistema capitalista sino también a cualquier tipo de proyecto social, incrédulos de la posibilidad de cualquier avance de la sociedad. Los directores que emergen en este período son sobre todo estudiantes universitarios, o incluso familiares de cineastas, como Bruno, hijo de Juan Bautista Stagnaro. Es decir, se trata de un cine de autores y creadores letrados, inmersos en teoría, pero más que nada cargados de referencias fílmicas y conocimientos cinematográficos. Estos directores comienzan a incursionar en la televisión y no pierden ni el contenido ni sus modalidades. De esta manera, Okupas abre paso, con su gran éxito, a otra serie muy relevante de la televisión argentina llamada Tumberos, que a su vez es la referencia central de una muy popular de la actualidad: El marginal.

Tanto en películas como Rapado, Bolivia o Un oso rojo como en estas series, se trata de la representación de personajes que puedan ser voceros de la marginalidad, ya sean okupas, convictos, indigentes, delincuentes o hasta inmigrantes recién llegados. Se trata más que nada de personajes que viven en función a la supervivencia del día a día, por lo general nómades y sin un claro horizonte político: ya no son justicieros o personajes con un gran sentido ideológico, sino de desafortunados y desesperanzados que no tienen mucho para reivindicar, inmersos en la pobreza, que a su vez concuerda con el trabajo de la imagen, con el pasaje del set a la calle, la cámara en mano, la sobreexposición o incluso la llegada tarde al encuadrar la acción. 

Lo que considero más relevante, y creo que tiene mucho que ver con la fortaleza de estas propuestas y el éxito de Okupas, es la gran capacidad de estos directores, y en este caso de Stagnaro, de crear personajes marginales sin la necesidad de construirlos desde la condescendencia, romantizándolos o victimizándolos por completo. El vínculo con los personajes se genera desde la cercanía, el carisma y más que nada la humanidad que se transmite cuando su construcción es lo suficientemente compleja y da cuenta de sus distintas dimensiones. Es algo admirable, y muy logrado en esta etapa del cine rioplatense, pero que además se acentúa mucho con la crudeza que manejan tan bien los argentinos en sus representaciones. Se logra un planteo de problemas sociales estructurales y sistemáticos que se dejan ver a través del carácter violento de esta cotidianidad marginal y que, más que plasmar como santas víctimas a los personajes, dan cuenta de la gran diferencia social y el contraste de privilegios. 

“No nos vamos a pelear por algo tan circunstancial” responde el adorable Chiqui a uno de los tantos ataques de Walter, y resume de manera perfecta esto que se intenta representar en este tipo de cine: las subtramas circunstanciales, las distintas situaciones dentro de “lo que toca”, como repite el Pollo en bastantes ocasiones. Esto no sólo justifica la manera ligera en la que se pelean y reconcilian los personajes, sino que funciona para dar cuenta de la falta de oportunidades, que hacen que la movilidad o justicia social no esté ni siquiera en cuestionamiento en imaginario de los personajes. Se trata de narrativas que se alejan del gran sueño americano de las películas de Hollywood y en las que se acepta radicalmente el estancamiento social, económico y sobre todo personal. Porque no existe la autosuperación cuando no hay visión a futuro y no visión a futuro si la prioridad es pensar meramente en cómo sobrevivir hoy. 

No es coincidencia, y, de hecho, es una de las decisiones más significativas, que se introduzca al espectador a este mundo marginal representado, a través de Ricardo, el joven universitario de Palermo. Desde la dirección letrada, la manera más astuta de involucrar al espectador, también ajeno, es nada más y nada menos que a través del “mantequita”, el “pancho”, el “perejil”. Porque, a fin de cuentas, eso es lo que somos, ese es el vínculo que tiene el público de este contenido con la marginalidad representada. 

Entramos a este mundo de la mano del protagonista, involucrándonos y conociendo a la par que él. Un protagonista, que, además, entra con una predisposición a llevarse el mundo por delante, con una visión muy liberal y progresista sobre la educación, la religión y la droga, por ejemplo, que sólo esconde una profunda inconsciencia de su privilegio. Desde minimizar el consumo de cocaína “porque Freud la tomaba” frente al Pollo, que pretendía no tomar más, a decirle a Sofía que los estudios no sirven para nada, cuando con un hijo se esforzaba por terminar cuarto año de secundario, o decir en tono burlón que “hay que tener mucha onda para creer en eso” refiriéndose a la religión, que era el único indicio de esperanza y protección para ella y Chiqui. Una teoría ideal llena de libertades que son solo viables en la medida en la que nunca te condicionaron y que se desmoronan ante otras realidades.

A través de la ignorancia de Ricardo, sus errores, sus tambaleos, sus “primeras veces” y la ridiculización de todo esto, el director da cuenta de una consciencia real del peligro de banalización e incluso caricaturización a la hora de representar un mundo al que no pertenece. Cuando Sofía, la vecina con la que tiene un vínculo amoroso, le dice reiteradas veces al protagonista que para él eso no es la vida real, “solo unas vacaciones raras”, a fin de cuenta, nos traslada al consumo de la serie en sí. Primero a su creación y, por supuesto, a nosotros como espectadores, que primero por cable, luego por pirateo y ahora por Netflix, nos sumergimos en ese mundo desde una comodidad y lejanía, en mayor o menor medida, que incluso con crudeza y todo es una representación que nunca podría acercarnos lo suficiente a la marginalidad que retrata. 

“La experiencia que viví me la como y la uso para algo positivo” dice Ricardo en el último capítulo, tras haber salido impune de toda esta experiencia y a punto de escapar. Esta romantización en boca del protagonista, que bien podría ser la intención narrativa de cualquier propuesta más tradicional, se combate con la mirada seria e incrédula del Pollo que le contesta: “Mientras la experiencia no te morfe a vos”. Pero haciéndose cargo de las verdaderas intenciones de Okupas, este combate contra un final feliz y una moraleja no se termina en este diálogo, sino que se sostiene generando circunstancias lo suficientemente esperanzadoras para devastarnos en el último capítulo con las muertes de, no por casualidad, los más inocentes del equipo: primero el perro y luego el Chiqui.

Con él, sin embargo, no sólo se muere la inocencia, sino también la religión, la fe y, por lo tanto, la protección y la esperanza. Se encargan de arrebatarnos todo sentido de tranquilidad de que los personajes, luego de nuestra experiencia con ellos, de nuestras “vacaciones raras” en su mundo, estarían bien, tendrían un final feliz. Al igual que en Pizza, birra, faso, Stagnaro nos ofrece un fragmento de las vidas de los personajes y cumple su compromiso, quizás más de lo que nos gustaría, de representar de la manera más consistente y fiel su mundo, más que para complacernos o entretenernos, para poder problematizarlo. 

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