Voy a enumerar, para empezar, una serie de obviedades: que el canon literario de una nación implica, ante todo, una idea de nación, y que esta idea de nación implica a su vez la creación de un sujeto nacional (marcado, entre otras cosas, por la lengua oficial) y de una narrativa de nación que lo haga parte y productor de un proceso, la historia nacional, que se tiende a pensar como un progreso, como un ir hacia un lugar (el destino de la nación) y que ese «sujeto nacional», para finalizar, tan ficcional como cualquiera, tiene algo de representativo y algo de ideal, algo de presente y mucho de proyecto, de proyección, de deseo.
En la posdata de 1974 a su prólogo de Recuerdos de provincia, el libro de Domingo Faustino Sarmiento, Jorge Luis Borges postula una pregunta contrafáctica: qué hubiera pasado, aventura, «si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo como nuestro libro ejemplar», tras lo que concluye que la historia de Argentina habría sido distinta y, lo que es más importante, mejor. El canon, con todo lo que implica y enumeré anteriormente, determina también la forma en la que la literatura, aparato privilegiado por la modernidad para crear comunidad, nos hace o nos hizo, ¿qué habría pasado si el naciente Uruguay hubiera elegido a Francisco Acuña de Figueroa, únicamente fiel a la poesía, como el primer poeta de la patria?
Como es evidente, resulta difícil determinar qué hace que una obra sea canonizada, precisamente porque ese devenir está condicionado por una serie inmensa de actores que involucran a la crítica, el público, la academia, el mercado, el aparato político, e, incluso, el azar. El canon es por eso, sobre todo, una construcción institucional y un asunto de Estado, en gran medida porque su consolidación necesariamente pasa por lo estatal, ya sea con la inclusión de determinados textos en los programas de estudio o con la entronización de alguna figura en particular, que en consecuencia tiene sus días (jornadas patrimoniales, por ejemplo), monumentos o, en el caso más evidente, su cara en algún billete. Esto, por supuesto, no quiere decir mucho: nada nos asegura que Juan Zorrilla de San Martín sea efectivamente leído hoy, más allá de que su rostro es casi omnipresente, su apellido y su figura aparecen en varios puntos de Montevideo y otras ciudades e incluso sus libros o los personajes de su poema más importante dan nombre a varias calles de la capital (Blanca del Tabaré es la que se lleva todos los premios). Sin embargo, no hay que ser un estudioso de nada para notar la impronta que dejaron sus versos y su accionar político en la construcción del Uruguay contemporáneo, en esa ideología patria que nos llega y nos define (y, por lo tanto, condiciona) queramos o no, nos demos cuenta o no.
El canon es, al mismo tiempo, un conjunto y una medida, y como tal implica constituirse en ejemplo y en criterio de distinción. ¿Qué es un libro de poemas uruguayo? Algo que se parece a Poemas de amor, de Idea Vilariño, podría decir alguien. ¿Qué es una novela uruguaya? Algo como La vida breve, de Juan Carlos Onetti, podría completar algún otro. Y, a la vez, ese conjunto establece, como todo artefacto cultural, un relato que puede ser más o menos consistente, de lo propio, de lo que significa que ser uruguayo. Esta creación de imaginario, basada en un proyecto histórico, determina cierta coherencia de lo que haría único al sujeto nacido en esta tierra. Sin volver sobre el problema de los raros, es precisamente eso lo que hace Ángel Rama cuando, al leer desde un punto de vista sociológico la literatura del país concluye que el «realismo» le es, de algún modo, natural al tipo humano que cría el país.
En otro sentido avanzan una serie de textos que Emir Rodríguez Monegal publicó en los tempranos 50 en Marcha, textos en los que puso el tema del nacionalismo y la literatura como una tarea a posteriori, a la vez que definía el surgimiento de una generación (la suya) aparentemente deseosa de reinventar esas nociones, ampliarlas frente a un grupo que, consideraba el crítico, había sido demasiado pasivo, demasiado acomodaticio, demasiado obsecuente para su propio beneficio. En «La nueva literatura nacional», de 1952, Rodríguez Monegal historiza (como toda historización, de manera parcial) la literatura uruguaya y encuentra en lo que él llama «generación del 900» —porque toda su visión histórica depende del concepto de «generación»— un modelo de quiebre: «Hacia 1900 ocurrió un hecho insólito en nuestro país», sentencia:
Junto a esos [escritores] fomentados por el oficialismo (o madurados a fomento, como se dijo una vez coloquialmente), a esos burócratas de las letras, aparecieron en esta latitud algunos auténticos escritores. Poetas que como Julio Herrera y Reissig prefirieron vivir de sus padres antes que ser poetas laureados; narradores que como Horacio Quiroga se hundieron en la selva en vez de fatigar antesalas o hechizar ministerios; críticos que como Rodó aceptaron la no glorificada labor periodística antes que tolerar la tutela de algún omnipotente providencial. Esos tres nombres —los tres más originales de su generación— cuentan entre lo más excelso que ha producido esta tierra de llanuras. Pero lo que ahora importa señalar es su particular actitud literaria: esa actitud de irreductible inconformismo y de crítica, de independencia y libertad creadora.
En el desarrollo de los acontecimientos, Rodríguez Monegal hace seguir a este grupo brillante de escritores (menciona a esos tres) por un grupo, básicamente, de mediocres. Sucesivas, entonces, generaciones de conformistas que concebían la literatura «con mentalidad y perspectivas de jubilación» y, en consecuencia, «empezaron a asemejarse a empleados públicos», perdieron «el impulso y la tensión creadora, se adocenaron pronto». Los adocenados, los burócratas, de este modo, se aprovecharon en el relato de Rodríguez Monegal del talento de sus antecesores, vivieron de sus logros y fueron, sobre todo, funcionales a un sistema que los cooptó y los hizo meros replicadores (los términos son míos) de la ideología del Estado. Sintomáticamente, el crítico no menciona ejemplos concretos y concede un par de excepciones que luego matiza. Pareciera, no obstante, que el problema estaba en que estos escritores se acoplaron a un proyecto nacional moderno: se hicieron obreros de la literatura, se profesionalizaron y, así, traicionaron el ideal de independencia que Rodríguez Monegal veía corporizado en la decisión de Julio Herrera de no dejar la tutela paterna, o de Quiroga de irse a Misiones, o de Rodó de dedicarse al periodismo (y vivir, como se puede leer en sus diarios, de los préstamos de sus amigos y mecenas, algunos de ellos sí «adocenados»).
Tenemos así, al final de esta visión de la literatura, un grupo nuevo, la generación joven, que postula también una actualización del canon basada en anular, parcial o totalmente, a los escritores de los 20 y los 30, y hace de esos próceres de principios de siglo su espejo. Sin embargo, leída hoy, la gran parte de su literatura resulta, cuanto menos, tan funcional al discurso nacional, con su fe ciega en el positivismo, con su devoción por lo inmantente, como la de los burócratas de las décadas anteriores, entre los que se encontraban varios escritores que no han tenido todavía paralelo en la historia de nuestra literatura. Mientras estos escritores del 45 ayudaron a constuir la ficción de lo uruguayo, dóciles frente a los principios elementales de la sociedad que se fijaron en los primeros lustros del siglo XX, los que ellos decidieron no leer (ya fueran contemporáneos, anteriores o inmediatamente posteriores) hablan con esa voz desafiante que reclamaba Rodríguez Monegal para sus contemporáneos.
A través de estos autores (unos pocos de los cuales, hay que decirlo, fueron elogiados por el crítico), podría pensarse, entonces, en un canon nacional que vaya a contrapelo de los grandes relatos naciones: frente al imperativo de la humildad, la arrogancia genial de Julio Herrera y Reissig; frente al moralismo, el mundo sensual de Marosa di Giorgio; frente al racionalismo laico, los versos inspirados de Concepción Silva Belinzon y Enrique Casaravilla Lemos; frente a la seriedad ceremoniosa, el humor delicado de Felisberto Hernández, la fantasía feérica de las narraciones de Jules Supervielle; frente a la mesura y el miedo a los excesos, el derroche de imaginería de Amanda Berenguer; frente al provincianismo, la apertura a lo extranjero de Susana Soca. Ese canon paradójico, anti-uruguayo en un sentido profundo, hijo de una historia hecha de cortes y rupturas, es el que prefiero contemplar ahora, deshaciéndome así también de la idea de generación que, en pos de establecer generalidades, pierde lo específico, el verdadero centro de luz, que queda menguado por la oscuridad del conjunto. En ese sentido, no se trata simplemente de un grupo de obras, de una «biblioteca», sino de una forma de concebir la literatura, de pensar el lenguaje, que supere los postulados positivistas, confiados en el poder representativo y comunicativo de las palabras, al que se apegaron buena parte de los escritores privilegiados por los críticos del 45 y que implique, por eso, poner en práctica nuevas formas de lectura.
El concepto de canon, necesariamente, se altera. La historia literaria entendida como sucesión de causas y efectos se vuelve conflictiva. Las genealogías cerradas, las nociones básicas de influencia, todo pierde su asidero. La idea misma de lo nacional, en consecuencia, se erosiona a partir de un relato paralelo y desafiante: la máquina productora de sentido de la literatura, creadora a su vez de lo humano en su formulación moderna, trabaja para el enemigo, se vuelve contra sus principios, destruye los cimientos de la ficción que nos explica. Habrá autores o, mejor, escrituras, una textura, una rebelión contra las condiciones de existencia; habrá una forma anticanónica de leer y de hacer crítica que intente siempre huir del riesgo de volverse ella misma la norma y un conjunto de literaturas plurales que siempre guardarán un espacio tan aberrante como para conservarse verdaderamente indomesticables para el discurso oficial.
La imagen que acompaña este ensayo es un detalle del boceto de estatua de Juan Zorrilla de San Martín realizada por José Luis Zorrilla de San Martín.
Deja una respuesta