Segunda entrega de la entrevista entre Sergio Delgado y Guillaume Contré
diciembre de 2021
GC Otra constante de tu obra es una aguda sensibilidad hacia lo frágil y efímero de muchos aspectos de la experiencia, algo que por supuesto les da cierto tono melancólico a tus libros. Uno, leyéndote, tiene la sensación de que para lograr “atrapar” eso que ya se ha desvanecido, necesitas trazar círculos concéntricos, como una piedra tirada en el agua que generará vibraciones sensibles. Así, en tu novela Al fin, para contar la historia de un beso, o del efecto de un beso, vas armando un relato donde se cuentan y se cruzan muchas anécdotas que, como un mosaico, permiten finalmente llegar a contar lo que no se puede contar, el roce de labios de un beso. Del mismo modo, en Parques está la búsqueda, casi detectivesca, de lo que te contó una persona querida y ya fallecida, algo muy importante, y que no logras recordar. El parque parisino en el que tuvo lugar esta conversación huidiza se vuelve entonces un espacio a la vez geográfico, histórico, poético, simbólico, donde indagar sobre lo perdido, y sobre esta dialéctica del recuerdo y del olvido (o del recuerdo del olvido) que es en buena medida la trama de nuestros días. ¿Será, esta conciencia acaso excesiva de lo efímero, de que la experiencia, apenas vivida, está ya perdida, si se quiere, una de las razones que te llevan a la escritura?
SD Sin duda. Es cierto que me gusta explorar el lado efímero de la experiencia y siempre que puedo busco convertirla en experiencia estética. En general me da mucha felicidad el proceso de trabajo de la escritura cuando la materia —en este caso efímera— ofrece una cierta resistencia, aunque más no sea la de su fragilidad. El resultado, llámese novela o ensayo, es indudablemente provisorio y desconozco en qué medida su reconocimiento se hace evidente al lector. No me preocupa demasiado, aunque me da mucha curiosidad. No soy de llamar a los gritos al lector. Que venga el que quiera. Como decía Godard: las películas que me gusta ver las pasan en cines de barrio, en horarios atípicos y siempre nos encontramos en la sala oscura dos o tres gatos locos. Cada uno conversa en el tono que se siente más cómodo y lo único que podemos y deberíamos hacer es escribir a partir de la materia que nos emociona. Lo demás es misterio. Trabajando este tipo de materiales no se puede saber mucho respecto al resultado. Tu lectura, como otras —no son tantas, pueden contarse con los dedos de una mano— me traen una suerte de confirmación, que nunca me termina de convencer pero me reconforta plenamente. Mantengo un cierto escepticismo, que nunca se agota, y supongo que es normal que sea así puesto que es el motor que me llevará a nuevos ensayos.
Lo que me perturba mucho en la literatura argentina o hispano-americana actual es el abuso del trazo grueso. Y no estoy hablando, no únicamente en todo caso, de la violencia presente en las historias o de las preferencias por situaciones fuertemente contrastadas. Lo que me molesta, en todo caso, es que la propuesta narrativa esté tan explicada, tan expuesta y repuesta, y vuelta a reponerse y a explicarse prácticamente en cada página… Como si se le hablara a un lector somnoliento, distraído o sencillamente idiota, al que hay que sacudir. No creo que los lectores actuales estén idiotizados. No sé en realidad cómo son los lectores actuales. Pero lo cierto es que muchos escritores y editores parecen saber, sin plantearse ninguna duda, quién es y qué espera ese lector. Y lo subestiman de una manera escandalosa, sin el más mínimo prejuicio. Estoy convencido de que hay que apuntar a otro tipo de lector, menos “contemporáneo” en ese sentido de la palabra, un tanto anacrónico si se quiere, o un lector por venir, que esté naciendo a su vida de lector en el momento en el que escribimos y ayudamos a formar su imaginario. De su nacimiento dependerán los medios que sepamos brindarle. En todo caso, es lo que nunca dejé de agradecerles —para mencionar a mis próximos-prójimos— a escritores como Juan José Saer o Juan L. Ortiz. Cuando comencé a leerlos eran escritores casi “invisibles” para sus contemporáneos. Y leerlos era encontrar “almas gemelas”, como se dice. Me pasa lo mismo que me pasaba entonces con las literaturas “visibles” actuales en Argentina o Hispano-américa pero de una manera mucho más grave y si se quiere más urgente. A mí, como lector, el trazo grueso me desconcierta, me pone de mal humor y me ofende. No somos los lectores tan idiotas como quieren hacernos creer. Prefiero comprender la pasión y el horror de una época de otro modo, por ejemplo como me lo hace sentir Virginia Woolf en To the Lighthouse a través de la permanencia de una casa vacía, en cómo espera un vestido colgado en un ropero, a su propietaria. Para poner de relieve alto tan sutil, lo efímero debe recortarse contra un fondo de horror, lo insustancial contra la sustancia más evidente. No al revés.
El beso en Al fin se sitúa en los primeros tiempos del virus del SIDA, hacia fines de los 80, cuando no se sabía cómo se realizaba el contagio y cuando no había ninguna cura para la enfermedad. En ese beso, su apenas roce, efímero y fugaz, como sucede en todo beso de iniciación, cuando se desconoce el carácter que alcanzará una relación por el momento indecisa, sobrevuela además la amenaza de la peste del SIDA. Yo no había leído todavía el magnífico ensayo de Susan Sontag sobre el tema, donde hace un paralelismo entre el SIDA y la tuberculosis. De manera inmediata, cuando aparece una enfermedad contagiosa de la gravedad de la tuberculosis, se crea todo un sistema a su alrededor: propagandas, centros, hospitales, etc., y una estética que termina dando novelas como La montaña mágica de Thomas Mann. En los primeros tiempos del SIDA no sabíamos nada de la enfermedad y el discurso mediático, de variado valor científico, acrecentaba la confusión. Pero ahí estábamos nosotros, jóvenes en ese momento, frente al problema del contagio. Ese beso debe situarse en ese contexto.
Vuelvo a recuperar la misma tensión con la actual pandemia del COVID. En este mismo momento, en que estamos alcanzando el pico de la quinta ola, da vueltas un virus muy contagioso y sus variantes. El virus existe, está en todas partes, y hay que cuidarse porque es mortal. Aunque uno se olvida. Lo que me llama la atención en estos años es la invisibilidad de la peste. Aquí no hay casas enteras confinadas como nos describe Daniel Defoe en A Journal of the Plague Year, donde toda una familia, abuelos, padres, hijos, muere en pocas horas. Los vigilantes y los juntadores de cadáveres entran en una casa y encuentran el espectáculo de esos cuerpos, de todas las edades, llenos de pústulas y en estado avanzado de putrefacción. Aquí no hay carros cargados de cadáveres que recorren las calles hacia el cementerio; aquí no hay grandes fosas comunes que se recubren con una capa de cal mientras se esperan los próximos cargamentos. Volví a leer el texto de Defoe, que está muy bien documentado, y que, se dice, es muy fiel respecto a muchos hechos que ocurrieron, aunque fue escrito muchos años después, y me resultó insoportable. Sobre todo por contraste. En la pandemia actual no se ve a nadie morir. Hay un sorprendente silenciamiento visual del tema. Pero, ¿dónde están esos cientos de miles de muertos? No sé cómo podría contarse —contarse realmente, con las herramientas del arte— el diario de estos años de la peste, pero me imagino que el relato debería articularse entre el trazo grueso y el fino, entre la pintura al óleo y el dibujo con tinta china.
El otro tema o color que mencionás es el del olvido. Me sorprende su mención, y no tanto. Me doy cuenta de que, desde hace ya un cierto tiempo, tengo una cierta fascinación por las “lagunas” mentales. Soy consciente, me lo han incluso señalado, que en lo que escribo es importante el tema de la memoria. Es cierto, sí, pero me interesan también los mecanismos, muchas veces laberínticos, del olvido. En La laguna el olvido aparece como uno de sus temas principales. En algunos cuentos, en particular el que da el título al libro, está el olvido del protagonista de un verano en el que, siendo niño, había ido con su padre a la laguna. Es la “laguna”, el olvido puntual, sutil si se quiere, el que me obsesiona. Lo observo en mí mismo, porque nosotros, nuestra memoria y nuestros olvidos, somos el campo de trabajo de la escritura. Me doy cuenta además que con la edad el problema se agudiza, pero también con ciertos hechos traumáticos, como el cansancio o desfallecimiento que sigue a un gran esfuerzo. Cuando terminé la escritura de El paraíso, en 2014, tuve una suerte de surménage, ligado a varias cosas, no simplemente la escritura (que es más bien un oasis de descanso). De pronto se me olvidó todo. Es raro que me suceda algo semejante porque estoy acostumbrado, como escritor pero también como editor, a manejar grandes volúmenes de textos. Cuando trabajo en un libro hay un momento en que lo tengo completo en la cabeza. A todos nos ocurre más o menos lo mismo, con diferencias, naturalmente. Llenamos nuestra cabeza con mucha información y después, cuando terminamos, necesitamos borrarla, liberar espacio en el disco rígido de nuestro cerebro. Pero lo que viví con El paraíso fue justamente esa experiencia pero de manera mucho más brutal, casi traumática. Y entonces reparar ese raro manto de olvido era al mismo tiempo síntoma y sanación. Retomé el tríptico el año siguiente para hacer una lectura, revisión y re-escritura en profundidad. Fue una experiencia increíble. Mientras leía iba al mismo tiempo recordando y reparando. Nada se había perdido. Todo estaba ahí, como transformándose, como adormecido y despertaba. Fue una experiencia incluso más intensa que la de la escritura.
En el proceso de escritura de Parques hay también varios olvidos. Dos me vienen ahora. El primero es el del personaje de Novelista, en Parc du Venzú, que preparando la presentación de su última novela llega, hacia el final, a un pasaje de su propio texto que había olvidado. No totalmente puesto que recordaba que había ahí un sistema de referencias o de claves a partir de los cuales la novela se deslizaba hacia su final. Y fue una experiencia que me pasó cuando preparaba la presentación de La sobrina en la librería Cienfuegos de París en 2019. No tenía mucha importancia pero el problema me obsesionó y estuve varios días revisando cuadernos y borradores para reconstruir el contexto de la escritora. De ahí surgió, en cierto modo, el comienzo de Parc du Venzú, que luego tomó su propia dirección. Y pienso ahora que probablemente evoca aquello que me ocurrió con el tríptico El paraíso. En ambas situaciones podría no haber hecho nada, porque toda escritura deja de ser nuestra una vez que terminamos de escribirla y, sobre todo, cuando se publica, pero me fascinaba la posibilidad de estudiar, en mí mismo, ese dispositivo del olvido.
El segundo olvido, el que vos señalabas en tu pregunta, está en relación con el tercer parque, el Square Le Gall, donde trabajo la reconstrucción de una conversación con una amiga que acaba de fallecer. Suele sucedernos que cuando muere una persona asistimos, impotentes, a la desaparición de una galaxia de sensaciones y recuerdos comunes. Comienza entonces, lo que es al mismo tiempo fatal y maravilloso, una nueva vida de la amistad y el afecto. Se pueden recuperar muchas cosas y está también lo irrecuperable. En este caso, partí de una experiencia personal, de un “caso real”, como se dice en televisión, porque mi amiga me había hecho una confidencia del tiempo en que estuvo detenida y “desaparecida”, en el alba de la última dictadura argentina. Me lo contó, no lo anoté, y me olvidé. En ese momento, hacia 1975, mi amiga militaba en el centro de estudiantes secundarios y fue detenida, torturada, estuvo un tiempo desaparecida, sin estatuto legal, y luego fue oficializada, permaneciendo en la cárcel. Tenía entonces 16 años. Luego salió en libertad. Los argentinos nos acostumbramos a este tipo de relatos y casi no nos sorprende la suerte que corrieron jóvenes de esa edad. En una novela, que si logra existir se llamará Los cerezos, trato de contar la historia de un joven de la misma edad y generación que en cambio fue asesinado. Nos acostumbramos, nos olvidamos, no faltan incluso hoy en día los “negacionistas”, pero hay muchas historias similares. Para mi amiga eso significó un trauma que la marcó toda la vida. Decidió olvidarlo, reconstruir su vida, lo logró, y recién muchos años después pudo volver a revisitar esa experiencia. En oportunidad de una visita a París, fuimos a pasear al square y por primera vez me habló del tema. Y me contó algo muy preciso, que se me olvidó, que no puedo en todo caso recordar con precisión, lo que es un bochorno para un escritor que se supone trabaja con la memoria. No lo anoté en su momento y me resultó muy doloroso no poder recuperarlo luego. Y sigo sin poder recuperarlo. En todo caso el vacío fue dando lugar a la ficción, que crece alrededor como crecen las herbes folles en torno de una casa abandonada. Es algo triste y al mismo tiempo constituye un paisaje, el de las ruinas, que nos fascina desde la Antigüedad o al menos desde el Romanticismo. Mi amiga murió en 2018. En ese tiempo comenzaba a trabajar en Parques y decidí incluir ese olvido entre los materiales de trabajo, junto con árboles, arroyos y hojas. Coincidió además con un viaje que hice a Argentina, a Paraná, donde pasé por la casa de mi amiga y participé de la recuperación de sus archivos. Pude hablar, además, con muchos amigos que habían estado a su lado esos años y todos coincidieron en señalarme que últimamente había comenzado a hablar. Tuvieron que pasar cuarenta años para que pudiera volcar en palabras al menos una parte de aquella experiencia terrible de la cárcel y la tortura en su juventud. Pude conversar, sobre todo, con su compañero que me contó una anécdota que, al parecer, era la misma, o similar, a la que yo había escuchado. Casi que pude armar ese rompecabezas y eso está en la primera versión de Parques. Sin embargo, en una revisión posterior no me convenció el relato “real”, me dominó como una suerte de pudor y entonces decidí reemplazarlo por otro, verosímil pero más bien imaginario. Este es un punto donde tengo claro el paso, en este caso voluntario y decidido, de la realidad a la ficción. Luego seguí trabajando a partir de esa segunda versión y, para ser honestos, ya no sabría distinguir donde termina el olvido y dónde comienza la imaginación, esa frontera, digamos, entre la verdad y la mentira. Se constituye ahí una suerte de mito personal, más literario que vital, amasado entre palabras y borradores… Un mito que se integra a otros de la literatura, propios o ajenos, que constituyen nuestra secreta biblioteca, nuestro modesto olimpo de escritores.
Pensé de pronto, no sé por qué deriva de las asociaciones, en el libro El común olvido de Sylvia Molloy. Es curioso. Tengo casi todos los libros de Sylvia pero éste es el único que me dedicó, una vez que vino a Bretaña. Voy hasta la biblioteca y lo encuentro con facilidad, en mi organización alfabética, al lado de Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla. Lo abro y leo en la primera página: “Para S.D. con quien comparto el tono menor, la ironía y el gusto por las escenas eficaces”. No puedo negar que, además de enorgullecerme, me reconozco en esa dedicatoria. Sylvia es uno de nuestros mejores escritores actuales, lo que quiere decir también —en la mejor estela de Borges— uno de nuestros mejores lectores. Pero lo que me interesa señalar ahora es que, de alguna manera, el paisaje de nuestras ficciones se define por nuestra experiencia (no podemos hablar de otra cosa) y por la amistad. Como decía Juan L. Ortiz, no me canso de repetir esta magnífica fórmula, la literatura no es más que ilusión de los amigos.
En este sentido, pensé también en tu novela Sensatez, aprovecho para decírtelo, que forma parte de alguna manera de ese imaginario de la amistad. Lo traigo a colación para hacer público un agradecimiento y también para contar una anécdota. Leí la novela, te acordás, antes de su publicación, en Word, en su primera versión castellana. Habíamos estado hablando en esos días de tu viaje a Argentina y de manera natural mientras leía aquella primera versión de tu novela, las aventuras de Federico, su protagonista, por bares, calles y ciudades, pensé en Buenos Aires. Es normal, lo volví a verificar en la edición de Pre-Textos, porque Federico entra a un bar y pide un “cortado” y luego ve pasar un “colectivo” por la calle. Tiempo después, cuando leí la versión francesa, pensé que el deambular de Federico tenía lugar en otra ciudad, una ciudad como París. En definitiva, ¿cuál es el rostro de las ciudades de nuestra literatura? Incluso en escritores que, como Borges y Saer, sitúan oficialmente sus historias, haciendo algunas piruetas, en ciudades argentinas muy precisas, la pregunta mantiene su impertinencia. Todos estamos más o menos de acuerdo en que los personajes de Saer deambulan por una zona determinada, en los alrededores de la ciudad de Santa Fe, pero es un escritor que vivió más en Francia que en Argentina y escribió la mayor parte de su obra en lugares como París, Bretaña, el sur de Francia o Cadaqués. Cuando los oportunistas actuales de la extrema derechas dejen de agitar sus mentiras electorales, insultando la historia de Francia, la verdadera, los franceses deberían recuperar, para su patrimonio nacional, obras como las de Juan José Saer o Juan L. Ortiz. Allí encontrarán sin duda las más hermosas imágenes actuales de Francia, allí deberán reconocerse. Habría que sumar, a ese magnífico caleidoscopio, las imágenes de Julio Cortázar, Arnaldo Calveyra o Alejandra Pizarnik. Por no tirar más que dos o tres nombres. Hay muchos más.
Pero vuelvo a la anécdota que está en el centro de esta digresión: en estos días, en torno de estas ideas, había estado releyendo Sensatez, para verificar justamente estas cosas que estoy mencionando, y me quedé dormido y tuve un sueño muy intenso en el que me robaban la computadora portátil. Estaba en un lugar seguro y sin embargo la computadora desaparecía. No me preocupaba tanto el objeto electrónico en sí como los archivos que tenía ahí y que no había alcanzado a resguardar. Una vez, durante la canícula del verano de 2003, entraron al departamento donde estaba viviendo en ese momento, de paso por París, y me robaron la computadora. Los ladrones se llevaron tres o cuatro semanas de trabajo en un libro que estaba preparando y del que de manera irresponsable no había hecho una copia de seguridad. Esto me produjo al parecer un trauma del que todavía no me recupero. Y en el sueño, en cierto modo, lo estaba reviviendo. Desperté con la angustia de la pérdida pero, al mismo tiempo, a medida que me iba despertando me iba disuadiendo y reconfortando a mí mismo, lentamente, diciéndome que me encontraba precisamente “ahí” (en mi cama, en mi habitación, en mi departamento) y no en el lugar del sueño. La computadora estaba conmigo, cerca, en el lugar donde la había dejado al regresar del bar adonde me había ido a escribir. Y fue entonces, mientras tomaba conciencia del lugar, durante esa recuperación e incluso invención que es el despertar, que fui recuperando la “sensatez”.
Una experiencia única, irrepetible, en la que yo mismo, a partir de la imaginación, entraba y salía de una situación de angustia. La realidad, en esa oportunidad, era un remedio. De pronto me pregunté, digamos en sentido inverso, en qué medida toda conciencia, toda sensatez, no es más que una invención. Una invención necesaria y reparadora. La literatura que nos interesa, desde Samuel Beckett hasta Sylvia Molloy, es la que explora con deleite esas fronteras. Toda ciudad es, en definitiva, el pocillo donde bebemos un café.
¿Cómo lo ves?