Sobre parques y otras hierbas: primera entrega

Primera entrega de la entrevista entre Sergio Delgado y Guillaume Contré

diciembre de 2021

GC Si se lo compara con el resto de tu obra publicada, Parques parece, al menos en apariencia, un libro sorprendente, ya que está a medio camino entre el ensayo y, digamos, algo próximo al diario, es decir un texto que asume su impronta autobiográfica. Como si hubieras dejado de lado la ficción y en cierto modo la novela ya no sirviera a tus planes expresivos. No obstante, yo creo que cualquier lector que haya seguido tu obra se dará cuenta, más bien, de que hay una continuidad lógica entre novelas tuyas como Al fin, Estela en el monte y Parques. El trabajo, por un lado, con “documentos” —sean estos textos ajenos, como en Estela en el monte, o fotografías tuyas en el caso de Parques—, y por el otro una manera de pensar la forma del texto como un divagar del pensamiento, lleno de digresiones que se acercan y alejan y vuelven a un tema central esquivo, son dos constantes de tu trabajo de escritor. En ese sentido, me parece que Parques prolonga la apuesta iniciada en La sobrina, y que ya no sos un escritor de “novelas”, de “ensayos” o de “cuentos”, sino más bien alguien que prescinde por completo de la noción de género literario para inventar su propia forma o “dispositivo”, como dicen en el mundo del arte. ¿Lo ves así? ¿Será, eso, una forma de libertad que el escritor va ganando con los años?

SD Cuando me enviaste estas preguntas, pedías disculpas por su extensión. No hay nada que disculpar. Es cierto que son preguntas “raras”, más extensas de lo habitual, que además se aventuran en terreno desconocido, como pisándoles los pies a las respuestas, pero me gustan las preguntas de este tipo. En todo caso no son preguntas en el sentido habitual de la palabra. Las leo como mini-ensayos, como variaciones críticas. Tienen el carácter de anotaciones o “nudos” que espero vayamos desenredando. Retoman, además —me corregirás si me equivoco—, cosas que venimos hablando, de manera más o menos formal, desde hace algunos años. Recuerdo ahora una conversación en la librería Cienfuegos, en 2017 si recuerdo bien, en torno de Al fin y de tu traducción. Ya entonces asomaban preguntas de este tipo. Tu trabajo de traducción, en la tradición de Laure Bataillon, va acompañado de una lectura. Y me gusta esta lectura en proceso. Cuando ejercemos el arte de la crítica generalmente hablamos solos. A lo sumo “conversamos con los muertos”, según el conocido aserto de Quevedo en su soneto “En la torre”. Conversaciones silenciosas, al mismo tiempo leídas y oídas. Entre-dichas. Por algo dice el poeta: “escucho con mis ojos a los muertos”. En este caso, afortunadamente, conversamos en vivo, en las pausas del trabajo, y hay una escucha y también una palabra en movimiento. Con-versaciones.

Tengo por principio no comentar lo que se escribe sobre mis textos, sea favorable o desfavorable, correcto o incorrecto. Uno ya dijo lo que tenía que decir y lo que se dijo mal o no se dijo, no se corregirá o completará de otra manera. En este caso, en cambio, el pretexto de la conversación me libera de esta módica ética puesto que, como se dice, me dejo llevar por las palabras. Y me gusta, además, la posibilidad de que nos sentemos en el taller de la escritura. De abrir cuadernos, cajones, roperos… Tengo la impresión de que las preguntan me invitan a eso. Los artistas suelen visitar el atelier del amigo y quedarse a conversar. Observan lo que el amigo está haciendo, comentan los últimos trabajos o los bocetos o comienzos de los próximos mientras fuman o beben algo. ¿Por qué los escritores no haríamos lo mismo? Acepto el desafío y para responder, o comenzar a responder, barajo el juego de cartas a mi manera (sin hacer trampas, espero) y las separo por “palos” o “colores”. 

El primer color es el de lo “autobiográfico” y tenés razón en señalarlo. Los libros de Memorias, de no-ficción o de auto-ficción proponen en general una etiqueta que el amante del género debe reconocer con facilidad. Coincido con Saer cuando, en el comienzo de El río sin orillas, plantea que el problema reside muchas veces en el hecho de hacer creer al lector (o que lo creamos nosotros) que pueden separarse fácilmente la verdad y la ficción. Es difícil conocer “la verdad y sólo la verdad” de cualquier hecho de la vida cotidiana, pero es difícil también decir voluntariamente que vamos a eliminar la parte de ficción de un relato. Cuando escribimos, se pone en funcionamiento un dispositivo imaginario que ni siquiera hemos inventado, que nos hace decir cosas más de las que nosotros podamos proponernos decir, que mezcla deseos con realidades, sueños con vigilia. Y no quisiera hablar del engaño deliberado, el fraude o la deshonestidad intelectual que para esos delitos está el Código Civil. Hace algunos años Philippe Lejeune resolvió el problema diciendo que la autobiografía es, antes que nada, un “pacto de lectura”, una propuesta, que el lector acepta, de conocer la vida de una persona. Esto no tiene nada que ver con la verdad como problema sino con nuestras preferencias de lectura. Nos gusta dejarnos engatusar, pero todos sabemos dónde hay gato encerrado. Hay una parte nuestra, necesaria, de ingenuidad, de volvernos niños y de que nos cuenten una historia. Cada uno lo resuelve a su manera y eso no significa necesariamente que perdamos lucidez. Por mi parte, yo no leo In Cold Blood de Truman Capote o The Executioner’s Song de Norman Mailer porque se anuncian como “non-fiction” sino porque son grandes novelas. Es cierto, para ser justos, que nos produce una especial emoción el hecho de que los personajes centrales de esas historias existieron de verdad, cometieron crímenes atroces, fueron condenados a la pena de muerte y establecieron una relación particular, mientras esperaban sus condenas o una eventual amnistía, con los escritores Capote y Mailer. Es cierto. Entramos en el juego y vivimos intensamente esa experiencia de acompañar el final de esas vidas particulares. Es algo único e irrepetible. Un paréntesis: me resulta muy divertida la polémica respecto a quién inventó el género, si Mailer o Capote. Es una polémica absurda porque cada uno de esos libros son únicos e irrepetibles. La eventualidad de un “género” sólo da cuenta de la parte comercial del asunto. En mi caso, hablo de mis preferencias como lector. Yo no leería una “no-ficción” si no fuera una excelente novela y sin que, por otra parte, no tuviera claro, a sangre fría, que el artista me está engañando –en el sentido incluso amoroso del término– disponiendo el mecanismo de la ficción de tal manera que vivo durante un tiempo en la piel de esos personajes, que sufro la tragedia (en el sentido clásico de la palabra) de una historia ya escrita, resuelta de antemano, o casi… Imagino que el espectador que asistía en la Grecia clásica a la representación de la Ifigenia de Eurípides, cuyo final conocía –o casi–, vive el drama hasta el último segundo con el corazón en la boca. Nos produce una fascinación malsana (al menos a mí) la propuesta de acompañar a un condenado hasta la muerte. Sobre todo, si pensamos que hasta el último segundo no está dicha la última palabra y puede llegar la salvación en manos de los dioses del Olimpo o del gobernador de turno. 

Retomando tus palabras, entonces, no creo que se pueda “dejar de lado la ficción”. Lo interesante, en todo caso, es explorar sus fronteras. Me sonrío cuando alguien reconoce en mis personajes una sombra, un destello e incluso el rostro o la voz de una persona que existe o existió. Me acuerdo ahora de que Saer se ponía de muy mal humor cuando alguien le señalaba algún parecido entre un personaje de su narrativa y una persona real. Lo negaba de manera categórica y con una brutalidad quizás desmedida. Justamente él —y, quizás, precisamente— que construyó una zona imaginaria y una poética en torno de lugares y personas “reales” de Santa Fe, ciudad donde vivió en su juventud. El nombre de Santa Fe nunca aparece en sus textos. La ciudad es mencionada como “Ciudad”. Ese parece ser su nombre. Recuerdo el caso de Tito Mufarrege, que inspira indudablemente el personaje de Pancho, y que era en sí todo un “personaje” en la ciudad. Tito, como Pancho, era un ser encantador, extraño, muy sensible, por momentos hosco, que entraba regularmente en el psiquiátrico. Si recuerdo bien, la novela La vuelta completa de Saer describe el tiempo anterior a una internación de Pancho; el relato “Por la vuelta”, justamente un regreso. Cuando trabajaba en la editorial de la universidad vino Tito a verme y me dejó un enorme sobre con fotocopias, impresos y manuscritos. Quería publicar sus “obras completas”. Recuerdo un largo poema que se llamaba Los fierritos que era una suerte de canto dantesco al electroshock. Fue entonces que me comentó que debería hacerle —no lo hizo— un juicio a Saer por plagio. Que lo mejor de su literatura se lo había robado a él. Dos o tres días después, Tito volvió y me pidió que le devolviera los manuscritos porque había decidido ser un escritor “póstumo”. Cuando le comenté la anécdota a Saer —eso tiene que haber sido en 2002, año de la muerte de Tito—, su rostro se ensombreció y me preguntó, realmente interesado, qué había en ese sobre.

Nunca es fácil el tema. Salvo que se haga alguna especulación comercial al respecto. En mi caso, en cambio, me sonrío. En Parque hay personajes, aunque de una categoría muy especial. Están como haciéndose, en carne y hueso te diría, y se improvisa una manera de observarlos esos instantes en que están sobre la escena, antes de desaparecer. Es el caso del padre del cronista, de Agnés o de Amadeo. El lector próximo, el que me conoce o conoce a las personas que inspiraron alguno de esos personajes, tiene de pronto sus propias sospechas. Pero duda, claro, y por eso la pregunta, porque más bien varios rostros o voces se mezclan y se confunden, en ese mundo imaginario, en un mismo personaje. Pienso incluso en aquellos lectores que conocieron a las personas que han inspirado el personaje de “Amadeo”, como puede ser el caso de Juan L. Ortiz, Juan José Saer, Arnaldo Calveyra o Amador Calvo, para mencionar algunas apuestas que me llegaron. Lo único que puedo responder es que hay quizás un poco de todos ellos, en proporciones variadas y con su parte, voluntaria o involuntaria, de ficción; en proporciones que a partir de un momento a mí mismo me resulta difícil reconocer. Me sonrío porque me doy cuenta de que los lectores recogen la mezcla y la elaboran en su propia imaginación cada uno a su manera. 

Hace poco me encontré en Barcelona con un amigo de mi juventud que se reconocía en uno de los personajes de Al fin. Estaba tan entusiasmado con esa idea que me dio pena disuadirlo. No había ningún parecido, ni físico ni espiritual, entre el personaje y su modelo, pero mi amigo tenía razón en reconocerse formando parte de aquel ambiente de la ciudad de Paraná en los años 90 evocado por la novela. Mi padre se buscaba siempre en las novelas que leyó o que se hizo leer, puesto que quedó ciego al final de su vida. Una vez me dijo: “soy Fernández” (el personaje de El alejamiento), lo que era imposible porque el modelo que inspiró el personaje de Fernández era, al menos para mí, un amigo de la familia. O varios amigos mezclados. Nosotros no teníamos una casa de fin de semana en Rincón en la época evocada por la novela. Pero nunca lo desmentí a mi padre porque en cierto modo su lectura era justa: él formaba parte de la época y del grupo social al que pertenecía Fernández. Y algunos hechos posteriores, como la historia del teléfono, tienen, sí, mucho que ver con mi padre, que participó de la creación de la cooperativa que llevó el teléfono a Rincón. No eludo el hecho de que me gusta, me fascina, trabajar con materiales próximos, con lugares, personas y objetos que conozco de manera visual, auditiva y táctil. Pero ese trabajo, para mí, es como un experimento, un juego. Descubro, en todo caso, con asombro renovado, en el módico ámbito de mis comprobaciones, que cada lector pone una parte suya en los personajes que lee e interpreta.

Esto me permite pasar a un segundo color, al tema de los “documentos”, de los objetos o la materia con los cuales trabajamos. A mí me gusta que haya, sobre mi mesa de trabajo, al menos al comienzo de la escritura, una cierta base material: un cuaderno, una imagen, la hoja de un árbol, un manuscrito. En fin, eso: un documento. Un vestigio. Necesito incluso, si es posible, que exista o pre-exista una escritura anterior, que retomo: una nota, un viejo proyecto de relato que había queda en reposo –o inconcluso–, una frase siquiera. Tengo muchos proyectos “en carpeta”, que intenté escribir y fracasé, o que dejé macerando porque me di cuenta de que necesitaban descansar, como ocurre con los vinos. Después se vuelven a ver y se descubre que estas cosas sólo se verifican con el tiempo. No todos los vinos mejoran con los años… Y la espera es también uno de nuestros principales instrumentos de trabajo. Lo cierto es que no puedo escribir si no hay algo anterior a la escritura, algo del orden de una cierta “verdad” o “realidad”, en su sentido más material, palpable, pero también en el sentido problemático que mencioné anteriormente. Lo que es otra comprobación. De manera si se quiere, ingenua pero fundamental, contemplamos cómo una persona, un hecho o un objeto que bosquejamos o dibujamos y dejamos descansar, al ser retomados se van como cargando de tiempo, de distancia, de memoria e incluso de olvido: ahí, en algún momento o lugar de ese proceso de pérdida y recuperación nace la textura que necesito para escribir. 

En el origen de Estela en el monte hubo dos “diarios”. En primer lugar el diario de una expedición, organizada por las colonias de inmigrantes europeos y norteamericanos asentadas en la provincia de Santa Fe, el lugar de origen por otra parte de mi familia materna, que cruzó la llamada “frontera norte” para vengar un ataque o “malón” de los indios y sobre todo para rescatar a dos muchachos cautivos. Lo encontré en el anexo de un libro de historia provincial y ese diario me pareció siempre algo extraordinario. Muestra todas las etapas de la organización de la expedición, sus dificultades e incluso sus fracasos, relatando con naturalidad cosas horribles. Comencé por transcribirlo, como un Pierre Menard ultra-provinciano, aunque más no sea para comprender que incluso la transcripción más fiel sacaba al Diario de contexto y hacía necesaria la ficción: personajes, grupos, situaciones imaginarias nacían detrás de cada coma. En segundo lugar, tomé un diario de mis primeros años de vida en Bretaña, adonde me mudé con mi familia al llegar a Francia en 1999, haciendo el mismo viaje que aquellos colonos pero al revés. Había llevado ese diario sin ninguna finalidad precisa (eso es lo que le da valor a un diario) y como estaba escrito en la computadora, no necesité transcribirlo sino editarlo. Al mismo tiempo que avanzaba el trabajo iba naciendo, entre pudor y escritura, la ficción. Debo aclarar que en el origen de esa novela hubo una beca de creación del ministerio de cultura de Santa Fe. Una beca de cuatro meses. Nadie puede escribir una novela en cuatro meses y de pronto, haciendo pegatina de textos, logré unas 200 páginas. Lo necesario como para presentar los informes y cobrar las cuotas. En aquellos informes, como en el diario de los colonos (una suerte de “compte-rendu” o de rendición de cuentas para presentar al gobierno que había financiado aquella expedición), la escritura se deslizaba entre las palabras o entre líneas.

Mientras escribía lo anterior me vino de pronto la curiosidad y me fui a revisitar aquellos informes, que guardo entre mis archivos, de veinte años atrás, que no había vuelto a leer desde entonces. Y encuentro, de pronto, lo siguiente:

El trabajo está inspirado en el diario de una expedición de colonos extranjeros que se introduce, a fines del siglo XIX, en el corazón del monte chaqueño, más allá del arroyo El Rey, lo que entonces se daba en llamar La Frontera, y que apareció publicado como apéndice del libro De poblaciones y curatos de Manuel Cervera, un historiador local. Es decir que mi primera relación con esta historia fue a través de la lectura. Pero algo hubo, sin embargo, que me unió a esa expedición y alimentó desde entonces el deseo de “hacer algo” con ese diario. Probablemente porque esta historia se vuelve hacia mí y me interroga sobre algunos aspectos de mi pasado personal y familiar, o sobre su paisaje, que es el de mi infancia.

Esto que digo solo me sirve a mí. Es un punto de partida personal. Si acaso la novela alcanza una forma determinada, ni siquiera podrá brindarme una excusa. Se trata, solamente, de una relación mía, mínima y personal, con el inicio y nada más. Si la novela no logra existir, esta relación, este deseo, se verá frustrado o postergado, como tantas cosas de la vida. En cambio, si la novela logra concretarse, esta casi oscura raíz habrá de ocultarse en la fronda posible de su desarrollo. 

Eso lo escribí en 2000 y ahora me hace sonreír pensando en su parte de verdad, que para mí sigue siendo un enigma. Quiero decir: ¿logra existir la novela? Hay lectores de literatura argentina, muy especializados en expediciones y cautivos, a los que Estela en el monte no convenció; en cambio hay lectores que la leyeron con sorprendente pasión, como se lee una novela de aventuras o se ve un western. Quizás ambos lectores tengan razón. Entre la raíz y las ramas, ¿dónde estará la verdad?

Con esto vuelvo a decir que me gusta contar con esa base material y también, si no lo dije todavía, que me gusta que esos materiales sean lo menos “literarios” posibles. Desde hace muchos años trabajo con la observación de espacios y la recolección de objetos. El seguimiento de la floración de un parque de cerezos en Bretaña hacia 2005 está en el inicio de la escritura de “La estela”, la última parte del tríptico El paraíso que aparecerá, si todo va bien, próximamente. No era necesaria esta base “documental” para imaginar la historia central de esa novela, pero en mi caso no habría podido escribirla si no hubiera contado con esa experiencia documental. Y no hago ninguna teoría al respecto. Forma parte de una concepción personal del trabajo. La raíz y también la rama.

En paralelo, quiero decir, manteniendo una prudente distancia con la literatura, me interesan determinados experimentos científicos y determinadas experiencias de las artes plásticas. Es el caso, por ejemplo, de la técnica de la “impresión vegetal”, que proviene de Oriente, se encuentra en algunos manuscritos árabes hacia el siglo XIII y se expande en Europa durante la Edad Media. Fue sistematizada varios siglos después por Leonardo Da Vinci. Consiste en entintar una muestra de rama u hoja de una planta o árbol y luego imprimirla. Así se conserva una reproducción fiel de las nervaduras y los contornos del espécimen. Fue utilizada por Humboldt y Bonpland en su viaje a América septentrional. Les resultaba muy difícil conservar los herbarios y de otra manera no hubieran podido repertoriar, como hicieron, miles de especies nuevas (algunos inventarios llegan hasta las 54.000 nuevas especies). Encuentro esta muestra, tomada en 1804 en México, en la biblioteca del Institut de France, y da cuenta del descubrimiento de la especie Berberis moranensis. Me fascina el hecho de que la primera “vista” de esta planta (con ojos científicos, claro) se realizara con esta técnica. Humbold y Bonpland supieron que se trataba de una especie desconocida en Europa pero no tenían otro modo de documentarla. Imagino que, al regresar del viaje, fue a partir de esta impresión que realizaron los primeros estudios, ayudados por jóvenes botánicos como Carl Sigismund Kunth y luego por un ejército de ilustradores que realizaron los dibujos y los correspondientes grabados que acompañaban las publicaciones científicas. También debieron traer semillas que en algunos casos hicieron germinar. Hay en esta imagen, para mí, una tensión insuperable entre el individuo y la especie, entre el viaje y el testimonio, entre la observación y el descubrimiento, entre la conservación y la fugacidad. Todo está ahí concentrado.  Es evidente que si Humboldt hubiera contado con una cámara fotográfica se habrían salteado algunas etapas, pero aquellos problemas hubieran estado igualmente ahí. Es probable que la tensión de este trabajo rudimentario está reclamando e incluso inventando la fotografía. Y no al revés, como se suele creer. Y esto me fascina porque el científico, en la tradición de Da Vinci, es al mismo tiempo un creador y un precursor, que, con magnífica honestidad intelectual, conserva la materia prima de su observación.

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Descubrí esta técnica en el verano parisino de 2017 e hice algunas pruebas caseras. Me di cuenta así, artesanalmente (no hay otra manera de tomar conciencia de un problema material) de la complejidad de esta relación entre individuo y especie, entre observación y documento. 

En ese mismo momento descubría el trabajo de artistas como Pia Östlund o Sandrine de Borman, que remontan y desmontan esta era de la reproducción mecánica de las imágenes en la que vivimos para volver a interrogar la relación que un científico, un artista, o un observador cualquiera, establecía en los siglos XVIII y XIX con cada individuo de una especie determinada. Descubrí también el trabajo de Herman de Vries que recolecta hojas de una misma especie, de un mismo parque, en un determinado momento. En una primera etapa de trabajo recoge las hojas y luego las clasifica por sus formas, según su criterio, arbitrario como debe ser en el dominio del arte–, las dispone en paneles y las expone. No es lo mismo caminar por un parque y observar los árboles que ir a una exposición a “leer” sus hojas. De Vries trabaja con una idea muy simple, pero inagotable: la naturaleza es en sí misma un arte y hay que saber escuchar su voz. No hay inocencia frente a la naturaleza sino la mediación de un artista que observa, reconoce, reflexiona, recoge, clasifica y expone. Algo de todo esto, naturalmente, hay también en el arte de Anselm Kiefer, cuando introduce “materialmente” la naturaleza en sus composiciones.

Escribí en ese momento, ese verano de 2017, “Orillas” un ensayo narrativo que se incluyó en El río y la ciudad, un libro en el que también participaste. Ahí una parte del texto gira en torno de dos hojas recogidas junto al Sena, donde vivía en ese momento, sobre la calle Saint-Paul. Seguí recorriendo parques y observando árboles, recogiendo hojas y tomando notas en mis cuadernos. En un cuaderno, por ejemplo, se conserva la hoja que produjo la impresión anterior, que tengo ahora mismo sobre mi mesa de trabajo. Me gusta conservar el modelo y su reproducción. Ese material documental, de observación, reflexión y colecta, ese diálogo de objetos y formas fue componiendo la base documental de Parques. Cuando Ivana Tosti me propuso, en 2018, la re-impresión de Parque del sur (libro publicado diez años antes por la Editorial Municipal de Rosario, en una colección llamada “naranja”) acepté con mucho gusto y le propuse la incorporación de dos parques más. Le dije, con irresponsable seguridad, que tenía material suficiente. Pero en realidad no tenía la menor idea de qué iba a resultar del experimento. Esa es la base documental de Parques. Para mí fue una experiencia única de trabajo en equipo, que, me parece, se ve reflejado en el armado, con la asistencia del arte de Alina Hill, que supo “leer” la idea original y expresarla en el diseño de la tapa del libro. Allí trabajó con hojas dibujadas por naturalistas, las de mis cuadernos, mi propia escritura, e incluso mis borrones.

El tercer tema, palo o color que tiraste sobre la mesa, gira en torno de mi manera de relacionarme con lo dado, de una “forma de libertad” que se gana con los años. Me gusta mucho esa idea, aunque me resulta difícil observarla directamente con cierta objetividad. De ahí que tu mirada al mismo tiempo me sorprende y me reconforta. Aunque con prudencia porque sé, también, que es un tema sobre el cual no se puede tener un conocimiento definitivo. Todo lo que leemos y escribimos está siempre condicionado por modos de leer y escribir que nos anteceden y que de manera consciente o inconsciente nos modelan. Somos el resultado de nuestros gustos y también de nuestros caprichos. Entiendo tu observación y la pongo en relación con cosas que fui decidiendo en algún momento, en tiempos muy tempranos de la escritura, por acción u omisión, optando por un rumbo que voy confirmando o corrigiendo en cada paso, en general de manera solitaria, complaciéndome “en mi pequeño pecho colorado” como quería (imparcialmente) Vallejo. No creo de todos modos que exista una total “libertad” creativa. Me inclino a pensar, con Roland Barthes, que el arte debe más a las matemáticas combinatorias que a la creación (al menos, en el sentido habitual del término, que tienen siempre una connotación religiosa). Descubrí en algún momento que antes que inventar algo ingenioso el escritor debe dar cuenta, más bien, de una experiencia estética y de un mundo, su propio mundo. La forma se dará por añadidura porque será la que corresponda, en el tiempo, a la sinceridad de su búsqueda. Sólo a partir de ese mundo y de sus necesidades logrará, en todo caso, crear algo propio. Vuelvo a pensar en la obra invisible del “heroico” Pierre Menard, que es la de ese lector silencioso que somos.

Es una apuesta quizás excesiva puesto que, si lo que digo tiene algunas posibilidades, la obra no puede sino generarse en soledad y toda confirmación es posterior o en todo caso llega a partir de un cierto tiempo. Mientras tanto sólo la propia fe, la confianza ciega en ese tiempo misterioso e increíble del verdadero arte (que nada tiene que ver con los premios y reconocimientos externos) deben reconfortarnos. Si esto puede nombrarse como “libertad”, adhiero a su causa. No me convence en todo caso la concepción casi adolescente de la “novedad” que prolifera en nuestras jóvenes repúblicas. Es, en todo caso, al menos para mi gusto, una libertad demasiado subalterna, como una suerte de modernidad periférica, que nunca deja de mirar de reojo ciertos centros de reconocimiento. Para mí es fundamental hacer algo en lo que creo sincera, lúcida y honestamente, sin pensar demasiado en los condicionamientos habituales, en rara y solitaria disconformidad con lo dominante, y en sociedad secreta con un grupo de amigos. La literatura, en este sentido, debe seguir pensándose como una utopía. En tiempos en que las utopías desaparecen, mantengamos, contra viento y marea, como un refugio, la del arte. Inagotable sociedad secreta. 

Desde el comienzo, y por distintas razones —no todas memorables— supe que no podría vivir de la literatura, que en todo caso no debía esperar ninguna satisfacción externa al hecho de escribir. Vivo en cierto modo de la literatura, como profesor, investigador y editor. Todos esos oficios, que ejerzo con dedicaciones diversas a lo largo de mi vida, me permiten ganarme la vida sin alejarme demasiado de la escritura. Ocasionalmente me pagan por algún trabajo de escritura o de edición. Pero nada de esto tiene que ver con el placer de escribir. Ese es un terreno totalmente mío, que pienso de esta manera, y cuando me siento a escribir lo hago movido por mis propias necesidades, sabiendo sin ninguna duda lo que tengo que hacer. Y este rumbo, así lo espero, debería ir mejorando con los años. Pero no puedo saberlo yo. Sólo puedo tener confianza en lo que hago y la manera como lo hago. En este sentido, duermo con la conciencia tranquila. Me pregunto si escritores como Vargas Llosa duermen, realmente, con la conciencia tranquila.

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2 respuestas a “Sobre parques y otras hierbas: primera entrega”

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