Carolina Silva Rodé lee Artigas y el astro (1950), del poeta Emilio Oribe
26 de marzo de 2022
Donde veo un cuerpo celeste consciente, profético, «hermético», donde veo al espacio sabiendo y haciendo saber, asignando misiones definitivas y «sublimes», veo ciencia ficción. Que me perdonen los que saben lo que ciencia ficción significa. Para mí es un término que más que amplio es hueco, con paredes azules y altísimas que delimitan un espacio a rellenar. Para mí Artigas en este libro es un cosmonauta, parado frente a las selvas infinitas del universo, sin buscar cómo volver, aunque el astro le repita «no vuelvas», aunque el astro reconozca lo fútil de esta orden y también diga «volverás siempre».
«Estás solo frente al universo,
en la miseria,
inerme como en el día en que naciste,
derrotado pero indómito
frente a un inmenso río
de América».
o
«Si vuelves ahora, será para hacer correr la sangre
a torrentes. La sangre de tus hermanos».
La sangre de los hermanos se derrama, la derramamos. Luchar en el mundo es luchar en el espacio.
Sé de pocas cosas. Me exceden la historia de Uruguay, las idas y venidas de los pueblos y las fronteras, pero me siento profundamente americana, profundamente uruguaya. Nunca leí sobre Artigas, pero este Artigas así, ad astra, me conmueve terriblemente.
El astro le dice a Artigas «titán». Todo lo que dice Oribe es hermoso, suave, perfecto, y sueño con haberlo escrito yo. Sueño con haberme dicho a mí misma, en los peores momentos de la depresión, en la lucha eterna entre el querer ser magnífica y el querer desaparecer, sueño con haber podido decirme, como le dice el astro a Artigas: «resígnate a no ser nada más que una cosa que vive». El astro le habla a un Artigas que evalúa su grandeza, a un Artigas que no responde y se define nomás por la impresión de él que dibujan los vocativos que usa el astro, un Artigas que, en esas condiciones, se parece a Shinji de Evangelion, sentado en una silla cómicamente grande sobre un planeta Tierra que siente lejano, pequeño e irrelevante, sosteniéndose la cabeza con las manos, gritándoles a varias versiones de su consciencia que está bien correr de lo que no quiere hacer, que solo se reconoce significante por su condición de piloto de Eva (o de héroe nacional). El astro le responde: «eres todo del Futuro».
«Entrégate al silencio de los desiertos y selvas» (o a la Instrumentalización) «y renacerás maduro para el silencio de los bronces».

27 de marzo
(Soy joven, tengo pocas elecciones ganadas y pocas elecciones perdidas, pero ya me agota la épica cansada de estas últimas. Cuando todos los montevideanos hablan de la otredad del interior del país yo pienso en mi familia, en Melo, y de nuevo llego a Oribe).
En «El silencio de bronce» el astro le dice a Artigas que se resigne a la vida, que es la derrota, y que busque en la soledad y en la paciencia aquello que lo cierre o lo concluya. Los próximos dos poemas se llaman «El fuego callado» y «El jaguar herido». Solo puedo intentar imaginar lo que esos dos sintagmas tan trágicos y delicados pondrán en la boca del astro, que rápidamente se está convirtiendo en una más de las iteraciones de los Dioses Tigre de la mitología que me robé de los chinos.
Para ser gigante hay que aceptar ser pequeño. Para que nos enaltezca el futuro hay que renunciar a todo el presente. En Evangelion, la Instrumentalización es el proceso que lleva al Hombre a evolucionar, a llegar a su próxima fase, la unidad absoluta, la erosión total de los límites, la fusión o asimilación de cada hombre con todos los otros. El «renunciamiento total» del astro me hace pensar en lo mismo. Pero a Artigas se le ofrece una grandeza también individual, un Tercer Impacto personal, enfocado en la dimensión incomprensible del Tiempo, que proyecta, esconde, y «soporta el torrencial fuego del héroe trágico».
«De la inmortalidad se vuelve siempre», dice. No se puede condenar al tiempo mismo a ser eterno, no se puede deshacer el hombre. Artigas muere, en silencio, en lo más tenebroso de la selva.
28 de marzo
Mi padre y yo diferimos, políticamente, en casi todo. Cuando se menciona a Artigas él sonríe y dice «el uno». Oribe dice algo así, también: «nacido para combatir de igual a igual con los titanes», «donde él iba / iba la tormenta de las grandes ideas / y de los odios». Yo, si alguna vez sentí esa admiración fogosa, lo hice solo por personas que toqué, y solo en el fragor del amor más hondo. Auné personas y tormentas en oraciones conflictivas que aun brillan en cuadernos cerrados, y podría todavía decir algo como esto:
Después de haber contenido la furia de los hombres,
de los imperios,
elementos, ideas muertas, batallas,
supo inmovilizar en sí mismo el relámpago
que va del pensamiento a la palabra y el brazo.
Podría decirlo, pero no lo diría, porque hay que medir las palabras, que a veces corren chillando como un caballo prendido fuego.
Oribe habla de un Tiempo que es magno y extenso, un Tiempo que es como una piedra en la que se cincela el héroe, lo grandioso del héroe, lo estoico del héroe. Insiste con la permanencia histórica de Artigas: «Sus pensamientos son los pájaros salvajes / del árbol de los siglos». La muerte de Artigas parece la muerte de un gato (o un jaguar herido). Es silenciosa, es lejana, es fiera y es digna. Antes de morir se agudiza su mirada, antes de morir soporta suplicios crueles.
Otros sintagmas bellísimos: «La fatalidad titánica del héroe», «el anonimato de la selva», «las genealogías de los efímeros», «los minúsculos buitres de la atroz memoria». Exquisitos. Cada uno de ellos suficiente para justificar un libro entero, pero todos juntos en un solo poema.
Luego de la muerte verde y húmeda de Artigas, una muerte fértil, frondosa, una muerte indisimulablemente selvática, vuelve el astro. Su sangre y sus ojos (dos partes rabiosas del cuerpo, las más rabiosas quizás) alimentan de ahora en más la selva y los ríos. Artigas se vuelve nuestro pan, el cuerpo del cuerpo del mundo. El astro le reconoce que esa muerte fue lo que le hacía falta, le dice que haberse entregado a la Instrumentalización lo dejó, efectivamente, maduro para el silencio de los bronces.
«De la inmortalidad se vuelve siempre», dice de nuevo el astro, y es lo último.
La imagen que acompaña la entrada es una página del libro Del fermentario democrático artiguista (1960), de Flavio A. García, con subrayados en rojo y azul realizados por Emilio Oribe.
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