Guillaume Contré se despide del escritor argentino Sergio Chejfec (1956-2022)
La muerte siempre nos agarra desprevenidos. Cuando ayer por la noche, antes de acostarme, les eche un rápido vistazo a las redes sociales en el celular, me costó creer lo que parecía insinuar algún posteo medio confuso avistado en Facebook. Lo tomé por una broma de mal gusto. Al despertarme hoy, domingo, la noticia de la muerte repentina de Sergio Chejfec ya no dejaba lugar a dudas. Los homenajes se multiplicaban. Aun así, me resisto a creerla, aunque no hay remedio. Sé que esta resistencia es absurda; pero, por un efecto que me sería difícil de explicar, y aun más de justificar, la noticia de la muerte de un escritor, de un artista admirado, cuya obra nos acompaña desde hace años; de un artista que forma parte, por así decirlo, de nuestra sensibilidad a un nivel casi molecular, nos parece a veces más irreal que la de alguien con quien hemos trabado relaciones en la vida «llamada real».
De repente, tenemos la impresión de que la especie de conversación privada, secreta, medio inasible, que teníamos con el escritor, el artista, queda interrumpida, cuando en realidad, y es algo de lo que nos vamos dando cuenta de a poco, esta conversación no se interrumpirá para nada. Siempre queda mucho por leer y releer. Las grandes obras despiertan una mirada, y esta mirada no desaparece con la muerte del artista, aunque esto no quita el dolor de saber que ya no habrá más libros de Chejfec, que ya se terminaron sus “apuntes”, para retomar una palabra que acaso define con justeza una escritura que hacía de lo precario de sus conclusiones una poderosa herramienta.
A Sergio Chejfec, en realidad, lo conocí una vez en persona, de manera bastante inesperada, en una librería de París, hará unos doce años. Después de un encuentro con Alan Pauls, que presentaba la traducción de un libro suyo, me puse a charlar con él y me dijo que esperaba la llegada de un amigo. El amigo no tardó en llegar y resultó ser Chejfec. Este, al descubrir en mi persona un entusiasta lector de sus libros, se mostró sorprendido y genuinamente intrigado por este francés que hablaba en un castellano algo vacilante y llevaba en su mochila un ejemplar de una de sus novelas más extrañas, El llamado de la especie. Debí de hacerle algún comentario confuso sobre la novela (que me gustaba tanto como me descolocaba), y aunque no sabría decir ahora qué fue exactamente lo que me respondió, me acuerdo de que el tono general de su respuesta era el de una modestia para nada fingida. Una manera de quitarle importancia al asunto que iba un poco en contra de la idea que yo me hacía entonces del escritor como personaje público. En realidad, su persona se correspondía plenamente con la voz de sus libros, con el tono de sus relatos o meditaciones o derivas, y este descubrimiento de una especie de relación fluida entre quien escribe y lo que escribe operó para mí como un pequeño hallazgo. Algún tiempo después, le propuse por mail una entrevista para el blog que yo tenía en este entonces (a raíz de la publicación del único de sus libros que fue traducido al francés, Mis dos mundos) y aceptó con generosidad. Y ahí terminó mi relación con él.
Pero no terminó ahí, por supuesto, porque lo seguí leyendo. Y ahora que quiero definir lo que me gusta tanto de sus libros, me veo en un aprieto: me parece que solo puedo decir banalidades, fórmulas huecas, atajos que no llevan a ninguna verdad, aun parcial. La palabra “vacilación” aparece muchas veces para definir su poética flotante, que no resulta tanto de un desconfiar en las palabras (en su capacidad para decir algo) que de una manera de rozarlas con ingravidez, para mejor rozar a su vez ciertas partes de la realidad que lo llevaban a la escritura.
Mis dos mundos es acaso su libro más celebrado, y es cierto que hay en este paseo por un parque brasileño un concentrado de su escritura, que parece obedecer a lo que en El llamado de la especie define como “esas curiosas relaciones que se establecen en la mente, a veces fugaces”. El narrador de la novela quiere contar un recuerdo de infancia y dice que “durante una fracción de segundo se hizo ostensible cierta escena que jamás había dejado de irradiar una luz, a medias lejana y a medias familiar”. Y ahí está, acaso, la “vacilación” chejfequiana: una manera de mantenerse siempre en esta frontera fluctuante entre lo medio lejano y lo medio familiar. Esto lo podía llevar a escribir una novela casi fantástica, como El aire, donde la ciudad es un lugar borroso y la vida en sus calles un azar extraño; pero también lo podía llevar a escribir sobre una artista brut venezolana (Baroni: un viaje) o a recorrer Buenos Aires según los datos que le proveían unas viejas guías telefónicas (en uno de los cuentos de Modo Linterna).
Chejfec era un escritor sumamente inteligente que no escribía una literatura “inteligente” (como sí lo hace, por ejemplo, Alan Pauls). Escribía con inteligencia sin renunciar a la posibilidad de la sensibilidad más inmediata, es decir que supo mantener una forma ingenua de mirar el entorno y de dejarse llevar por las ensoñaciones, las perplejidades y los descubrimientos —siempre truncos— que este le provocaba.
Chejfec formaba parte de la estirpe de los escritores caminadores, como lo explicaba en Mis dos mundos:
El vagabundeo se me ha convertido en una de esas adicciones pasibles de ser tanto la ruina como la salvación. Contraje la costumbre en la infancia, cuando por las secuelas de una enfermedad dejé de caminar. Me sentaban en el umbral para ver pasar la gente y los autos. En esa época, usar las piernas llegó a ser una lejana y elegante virtud anatómica para la que yo no estaba preparado, quién sabe por qué oscuros motivos, una virtud que incluía el don del desplazamiento. Al cabo de un año, un nuevo dictamen autorizó a que me pusiera de pie, y para mí fue recuperar una disposición física gracias a la palabra, como si un dios me delegara parte de su libertad. A esa corta edad no podía sino ir hasta la esquina o dar vueltas a la manzana; pero como dicen las personas de éxito, desde entonces ya nada me detendría. Aun antes de poder aprenderlo y asumirlo como certeza, probablemente el instinto me indicó que el principal argumento de la caminata es su velocidad; era lo más indicado para la observación y el pensamiento, e incluso más, la experiencia corporal con la mejor sintaxis para acompañar la vida.
Pero como no era de estos escritores que creen en el valor tajante de sus palabras, después de haber expuesto esta suerte de génesis de su ser en tanto caminante —y resulta llamativo como ahí la enfermedad no sirve de mito de origen para la escritura, sino de nacimiento de una condición, la de caminar, que, a su vez, genera otra, la de escribir—, añade para concluir el párrafo: “Sin embargo, temo no estar seguro.” La vacilación o la afirmación —casi la reivindicación— de la duda en los libros de Chejfec no era una coquetería. Era el resultado de una manera personal, insoslayable, de percibir el mundo. Una forma de la literatura que no buscaba imponerse al lector; leerlo era acompañarlo por unos derroteros siempre renovados con la ilusión de seguirlo en las vueltas de un pensamiento que privilegiaba los matices. Sus libros pertenecen a la especie de los que se enriquecen con cada relectura. En este sentido, son orgánicos.
Dije más arriba que, al conocerlo personalmente, el descubrimiento de una especie de relación fluida entre quien escribe y lo que escribe operó para mí como un pequeño hallazgo, y quisiera ahora agregar, para terminar, una cita de Baroni: un viaje que a lo mejor descalificará un poco mi comentario:
El artista, en el sentido de creador, se revele a veces como personaje y a veces como una persona real (entendiéndola como alguien capaz de abstraerse del mundo construido, ya sea el efectivo o el de ficción). Así, las creaciones de Baroni derivan del personaje variable creado por ella, que coincide de manera intermitente con su propia persona.
3 de abril de 2022
La fotografía del autor que acompaña el artículo es de Danny Caminal.
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