Mayte Marichal vio y comenta el reality show MILF Manor (2023)
En una tarde en una mansión en la Baja California, México, ocho mujeres de entre 40 y 60 años están listas para conocer al futuro amor de su vida, un hombre entre 15 y 25 años más joven que ellas. La sorpresa, que para ellas dura lo que un suspiro y para los espectadores diez capítulos, es que esos hombres son sus hijos. Luego de enterarse, una de ellas anuncia “En 10 minutos estoy en el jacuzzi” y se dirige a una habitación, aclarando “perdón, madres, pero quizás me acueste con sus hijos”, mientras detrás su propio hijo le pide que se calme.
MILF Manor, del canal TLC (acrónimo de The Learning Channel), es un nuevo reality show que comenzó el 15 de enero y opera en las fronteras de lo aceptable, combinando el horror con la risa de la forma más reaccionaria posible. No necesariamente es tan cringey como se podría pensar, sino que genera un tipo de disgusto que al principio está asociado a lo incestuoso de la premisa, pero a medida que avanzan los capítulos, la superficie comienza a revelar aspectos mucho más prejuiciosos de lo que se supone al principio.
Todos los capítulos tienen juegos y desafíos que muestran, en primer lugar, la actitud falsamente tímida de los productores, que parecen haber basado este programa en aquella fantasía de “MILF Island”, de 30 Rock: en el segundo capítulo, con los ojos vendados, las madres tienen que reconocer a sus hijos tocando sus abdominales y pectorales; una madre ya está preparada, sabe que su hijo tiene hombros “muy profundos” y termina ganando el juego. El premio: compartir la habitación más linda de la mansión con tu hijo. En el tercer capítulo, todos tienen que confesar sus aventuras sexuales más audaces, escritas inicialmente de forma anónima. Algunas cuentan historias inocentes: sexo en un ascensor, aventuras con una mujer. De pronto, una madre confiesa haberse acostado con el mejor amigo de su hijo, quien ventila que una vez se agarró conjuntivitis en una sesión de rimming. El hijo, moviéndose entre el enojo y la desilusión, salta a la piscina y contempla su existencia entera, para terminar aceptando la culpa y la responsabilidad de las acciones de su madre, quién termina desviando la situación hasta conseguir que él le pida perdón por algo que nunca hizo.

Así, con cada nuevo capítulo, el show se muestra como una eterna fuente de regodeo para los psicoanalistas y todos aquellos que adoramos ver la explotación de la vida de gente ordinaria en forma de reality shows. El programa se para desde una posición aparentemente inocente pero, a su vez, explícita. De alguna manera, MILF Manor le confirma al espectador las líneas incestuosas cuando una madre admite haber querido tocar el torso de su hijo y no de los otros, o cuando un joven que se ruboriza ante su madre paseándose semidesnuda por la casa es recordado por ella misma que cuando era bebé no le molestaban sus tetas. Desde esto, el show pretende confeccionar su comedia a partir de la supuesta hilaridad entre la indignación de los hijos ante la libido alta de sus madres y el malestar de las madres ante la calentura de sus pequeños.
Sin presentador ni voces en off que tomen el lugar de autoridad y pongan orden, lejos de cualquier figura paterna, las consignas del reality aparecen desde unos mensajes de texto que llegan a sus celulares, que cada madre lee, y que desorientan constantemente al espectador. Sin host abre espacio al chusmerío, a que cualquier secreto tenga que ser revelado por otra persona, a que no haya límites en lo que confesar. No hay rumbo ni reglas definidas, las primeras en proponer los desafíos son las madres, nunca la producción, que desde su óptica particular, parece decir “acá no hay nada raro. Solo son mujeres buscando el amor. Ustedes, el público, son los que van a ver esto como algo degenerado”. De este modo, como espectadores nos sentimos juzgados por MILF Manor, porque el espectáculo se exhibe a sí mismo como un plan de empoderamiento para las mujeres, que salen con hombres más jóvenes, y un modo de mostrar los estigmas y dobles estándares que conllevan salir con gente más joven que una. El interés de la producción parecería ser, en conclusión, iniciar una conversación y mostrar la hipocresía de la sociedad con las mujeres mayores de cuarenta.
Pero en realidad MILF Manor es (¡sorpresa!) conservador y sexista, porque si bien hay un aspecto real y absolutamente cuestionable en las exigencias sexuales y románticas hacia las mujeres de la franja etaria elegida por el show, el hecho de que los jóvenes sean sus hijos les recuerda constantemente la diferencia de edad y la vergüenza que deberían estar sintiendo por querer salir con hombres más jóvenes. Asimismo, las madres ven a los jóvenes como pedazos de carne ajenos a la gravedad, a través de los que ellas vivirán sus fantasías: sus caras de placer a la hora de tocar abdominales duros conviven en una atmósfera que les reitera lo abominable que son sus deseos. El show adhiere a todos los roles de género estereotípicos posibles y les reafirma a las mujeres que, para ser deseadas, tienen que hacer todo lo posible para mantener un aspecto juvenil, algo de lo que ellas son muy conscientes. Kelle, una de las madres, «ha invertido mucho tiempo en su cuerpo y su atractivo sexual, y sé que los hombres jóvenes quieren eso», dice otra mamá, Charlene; termina con un “¿Qué tengo para ofrecer yo?”: ser indeseable en MILF Manor es sinónimo de muerte.
Charlene, que representa el estereotipo de una mujer de Jersey (así como Kelle representa el de Orange County, dos lugares importantísimos en la historia de los reality shows), es la que más interés genera ver. A diferencia de las otras mujeres, no está excesivamente maquillada ni peinada, la grasa de su mejillas no fue reducida por un procedimiento quirúrgico ni se pasea de bikini o ropa ajustadísima por la mansión, sino en caftanes que esconden su figura.
Ella es quien tiene la energía más arrolladora del grupo: constantemente explícita, todos sus diálogos con los hombres son sobre su energía sexual (su hijo es un ex-trabajador sexual), su conocimiento y experiencia en el área, y la fama que tenía en su juventud. “I was an above the waist kind of gal. I still am. I was called the queen of blue balls” (intraducible, perdón), le dice con toda la confianza del mundo a un chico de 24 años en una cita, que queda callado del asombro para responderle unos segundos después “damn”. No tiene ningún reparo en dejar en claro que solo quiere coger, igual que Kelle. Las dos mujeres que incorporan dos figuras opuestas en la imagen que tienen de su aspecto físico, pero comparten la constante verbalización de sus instintos sexuales, son las que peor recepción reciben por parte de las otras mujeres (Kelle es una amenaza no solo por su desfachatez sino también porque pone en riesgo la cercanía en las relaciones madre-hijo) y del propio programa, que las deja actuar libremente para que el televidente las juzgue.

Ante la premisa de MILF Manor, uno se sorprende que no haya existido antes (un poco similar, pero con hermanos, es Dated & Related, de Netflix), luego de tantos experimentos sociales en forma de reality shows por parte de TLC, el canal del aprendizaje, ese antro que creó Sister Wives, donde se muestra la vida de un hombre en Ohio con sus cuatro esposas y 18 hijos, o I Am Shauna Rae, la historia de una mujer de 22 años y su vida adulta en el cuerpo de una niña de 8 años a causa de una enfermedad. Cuando uno piensa en esos shows también, la cuestión edípica de MILF Manor pierde relevancia y las preguntas giran en torno a la disponibilidad de las personas a aceptar las propuestas. Es claro: todos podemos querer sentirnos especiales, deseables, seguros de nosotros mismos —y más si tenemos la chance de ganar dinero con eso.
Este género televisivo no se inventa a través de la documentación de la realidad más directa de los participantes, sino que supone la creación de una fantasía alternativa a su vida cotidiana por parte de ellos mismos. Cuando son buenos, como The Real Housewives of Beverly Hills, 90-Day Fiancé, o Love Island, uno se olvida que el drama frecuente es parte de una ficción. MILF Manor no tiene la misma calidad, ni el presupuesto: el constructo del reality show no nos engaña lo suficiente para, por momentos, convencernos de que lo que pasa es real. El aparente complejo de Edipo de los participantes no es mismo complejo que tiene el varón que te gustaba y te hablaba siempre de lo increíble que es su mamá grado 3 en la Facultad de Medicina. Es, más bien, un producto de la imaginación de humanos criados por PornHub. Es ridículo, pero no divertido.
Los reality shows se establecen, principalmente, a base de una suspensión de la realidad más lógica y racional: en aquellos en los que se busca el amor, siempre se llevan a cabo en un isla paradisiaca, donde el mundo del trabajo y el negocio no puede afectar el camino hacia el encuentro amoroso. Así, surgen pasiones que escapan a las convenciones y exigencias de la cotidianeidad y al juicio del mundo exterior: gente que vive en continentes diferentes se declara su amor a los dos días, jóvenes que nunca se vieron se piden en matrimonio solo a partir de conversaciones. Cada vez más, estos programas son incomodísimos de mirar, pero yo nunca los dejo de ver porque de maneras misteriosas, en esa incomodidad que generan las acciones y palabras de los participantes y sus persistentes exageraciones, hay también una forma de supervivencia al mundo, a pura delusión.
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