Ramiro Sanchiz escribe sobre Twin Peaks: The Return (2017) y Oppenheimer (2023)
Dos representaciones de la prueba Trinity (White Sands, Nuevo México, 16 de julio de 1945), la primera detonación de un artefacto nuclear y, por tanto, la primera reacción en cadena de fisión llevada a cabo sobre la superficie terrestre por una agencia humana: una en el octavo capítulo de Twin Peaks The Return (David Lynch, 2017), la otra en la película Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023).
Hay diferencias notorias: la versión de Lynch, presentada en una escala de grises árida y metálica, comienza con una cuenta regresiva y un acercamiento aéreo al sitio de la prueba. Pero de pronto comprendemos que está operando una fisura en la representación «realista» del hecho histórico, en tanto el tiempo se ha ralentizado con la detonación y la explosión, en lugar de darse en cuestión de segundos, se expande violenta e interminablemente como un mundo en el que toda escala o perspectiva humanas han sido anuladas y se nos permite la visión de un más allá/más acá/más adentro dominado por las fuerzas nucleares presentadas como enjambres o vórtices. Esto parece arrojar las imágenes hacia la abstracción, a la manera de la famosa secuencia de la Puerta Estelar de 2001 odisea del espacio: lo que vemos, es decir, puede ser trasunto de átomos e interacciones fuertes, protones, neutrones, gluones y quarks en frenesí, o puede ser «mera imagen», legible si se quiere como símbolo o como esquema de lo otherwordly. Si vamos por la primera opción, está claro lo ya dicho, que la perspectiva humana no es sostenible (no lo era siquiera al comienzo de la secuencia, que parece sugerir un drone imposible en 1945, ya que ningún aeroplano habría sobrevivido a esa cercanía con la explosión) y que lo que se nos muestra es aquello que –como si se tratara de un agujero negro– nunca podremos ver: por ocurrir en un espacio inconcebible y por involucrar una escala ante la cual nuestro propio aparato perceptivo/cognitivo no encuentra relación posible. No hay mirada humana ni audición humana capaz de estar y sostenerse allí, por lo que la representación de la explosión nuclear que coronó el Proyecto Manhattan, para Lynch, convoca otro mundo, uno radicalmente inhumano. Esa otredad, por cierto, se nos presenta en el tiempo –en tanto presenciamos eventos que transcurren concebiblemente en milésimas o millonésimas de segundo, para que luego una sucesión más consabida sea reinstalada y nuevamente perdida, volviendo de alguna manera ilegible la temporalidad de la secuencia– y también en el espacio –en tanto todo puede estar aconteciendo entre los átomos del dispositivo detonado o todavía más «adentro», en sus núcleos, en sus partículas, hasta que otras perspectivas son convocadas y, como pasó con el tiempo, se habilitan espacios dentro del espacio un poco a la manera del Levrero de «La calle de los mendigos»–.

A la vez, ese otro mundo está en el nuestro o establece una relación con el nuestro: tanto desde los primeros planos, donde vemos el desierto de Nuevo México (que reconocemos como escenario real, histórico, de un evento igualmente real), como desde el fundido de la secuencia con la vasta mitología de Twin Peaks, y por tanto la idea de que estamos presenciando la entrada en nuestro mundo (es decir en el mundo ficcional de la serie) de una serie de entidades anómalas: primero que nada la criatura que habíamos visto manifestarse en el primer episodio desde aquella misteriosa caja/experimento y que después aprendemos a llamar Judy o Jouday (convocada ya desde Fire Walk With Me por la irrupción del personaje Phillip Jeffries, interpretado por David Bowie), también identificada con un caballo blanco, con la estatua de Afrodita en el Black Lodge y, quizás, con la figura con cuernos del naipe que lleva siempre consigo el doppelgänger de Dale Cooper, que también aparece en el mapa del agente Hawk («black fire»). Esta entidad, a su vez, «vomita» un chorro de materia similar al ectoplasma (una vez más, no es posible determinar a qué escala espacial y temporal ocurre esa eyección, en qué «plano» o en qué «dimensión», fuera de la posibilidad de un contacto entre estas y el mundo «real») y en ese chorro encontramos «huevos» o «burbujas», una de ellas habitada por el rostro de BOB –el principal antagonista de la primera y la segunda temporadas de la serie– y la otra después presentada en el desierto y origen, por eclosión, de una curiosa criatura mitad sapo mitad polilla que después invade, infecta o «posee» a una niña (en el libro de Mark Frost The Final Dossier se nos explica que se trata de Sarah Palmer, cuyo padre había trabajado en el Proyecto Manhattan y mantenido su residencia en esa zona de Nuevo México) mientras otra figura demoníaca (curiosamente parecida a Abraham Lincoln) hace de las suyas por ahí y el caballo blanco se manifiesta en la noche.
En respuesta a esta llegada de entidades a «nuestro» mundo desde la eyección de «Judy», otra entidad –a la que en un capítulo posterior se nos presenta como The Fireman, «el bombero»– produce una burbuja similar a la ocupada por BOB pero bañada por una luz dorada y habitada por el rostro beatífico de la fotografía de prom queen de Laura Palmer, cuyo destino, cabe leer –en la línea del mito gnóstico de la Perla– es ser corrompida por los males inherentes al mundo y por entidades como BOB (su propia madre biológica, en definitiva, estaba «contaminada» por estos vástagos de Judy) para finalmente permanecer en el Black Lodge atada a un extraño loop temporal.
Estas apariciones de BOB y Laura Palmer, sin embargo, no son el único contacto de ese otro mundo nuclear con el nuestro: mientras presenciábamos el despliegue de imágenes y perspectivas de un afuera radical la banda sonora nos ofrecía el Treno por las víctimas de Hiroshima, de Penderecki, sobre un fondo de dark ambient o noise lyncheano del que emerge y en el que por momentos se pierde. Es sabido, y la elección musical comparece aquí, que la prueba Trinity fue seguida por la detonación de dos artefactos similares, el primero sobre Hiroshima (el 6 de agosto de 1945) y el segundo sobre Nagasaki (9 de agosto); es sabido también que la detonación de estas bombas (y las que las siguieron hasta el tratado de prohibición parcial de pruebas nucleares en 1963) produjo un depósito de isótopos radioactivos a nivel global, generando así una huella legible en términos de periodo geológico (del mismo modo que los niveles anómalos de iridio entre los estratos geológicos correspondientes al Cretáceo y el Paleógeno, causados por el impacto de un asteroide, marcan la extinción masiva en la que perecieron los dinosaurios no avianos y otras formas de vida), lo que podría oficiar de marca para un concebible «Antropoceno»: la era del control humano del mundo y sus consecuencias: Penderecki y el lamento por las víctimas de la conflagración final de la Segunda Guerra Mundial deviene la banda sonora del comienzo del Antropoceno.

La versión de Nolan, en cambio, es ante todo un ejercicio de perspectiva humana. Presentada en colores (la explosión en sí en cálidos tonos de rojo, anaranjado y amarillo) y en su punto álgido desprovista de sonido, la secuencia representa lo que pudieron ver (y de hecho vieron, protegidos con gafas de soldador) los implicados en el experimento; curiosamente, sin embargo, la película no abandona del todo la perspectiva «subatómica», o la visión de lo invisible, ya que en su secuencia de créditos (y aquí y allá a lo largo de la película, en particular en conexión a lo que se nos presenta como los sueños o pesadillas de Oppenheimer) se nos ofrece una sugerencia de fuerzas nucleares en acción presentadas con esa figuración al borde de lo abstracto que ya quedó señalada en cuanto a la versión de David Lynch.
En cualquier caso, ese mundo subatómico o subnuclear implícito también es presentado por Nolan en conexión con la vida a escala humana, en tanto la película se nos ofrece, primero, desde una opción de lectura por la que Oppenheimer –«atormentado por visiones de un mundo subatómico»– opera en conexión a la figura mitológica de Prometeo (el físico habría ofrecido el «fuego nuclear» a los seres humanos del mismo modo que el titán sacó a la humanidad de la noche y la barbarie: la tecnología, en definitiva, como instancia ya presente en la historia profunda de la humanidad y agente o co-agente del salto hacia lo humano, en una la noción del artefacto como vector de humaniazción y de lo humano como proyecto a futuro o pauta de supervivencia y optimización en las condiciones de la vida, el llamado «prometeísmo») y, a la vez, a la también mitológica caja de Pandora, por la cual ciertos «males» son liberados sobre la especie humana. Esos males, en definitiva, resuenan con las entidades anómalas de Twin Peaks, aunque en Oppenheimer el énfasis en lo «real» atrae nuestras opciones de lectura hasta convertir a la «historia» en el eje: lo que Oppenheimer articula una y otra vez, en definitiva, es el despliegue de consecuencias de la detonación de la prueba Trinity y las bombas sobre Japón: esos «males» liberados cambian al mundo para siempre, como si se tratara de otra imagen, más política, más «humana», del ya mencionado Antropoceno.

La elección de Lynch del 16 de julio de 1945 como suerte de fecha-origen de los mitos de Twin Peaks (si bien el libro The Secret Story of Twin Peaks, más algunos hints en las tres temporadas y la película en cuestión llevan este «origen» más hacia el pasado) es significativa y habilita el tipo de lectura por el que se manifiesta una «alegoría» del Antropoceno. Pero esto puede ser llevado más allá de la simple noción de advertencia sobre los males de la tecnología en general y la bélica en particular: toda Twin Peaks, por ejemplo, está atravesada por referencias a la «electricidad» y su rol en el desplazamiento de las entidades inhumanas o «demonios» que la pueblan, del mismo modo que, en un gesto que podríamos pensar como conectado a la noción de altermodernidad, diferentes «eras» eléctrico-tecnológicas son yuxtapuestas, haciendo convivir (del mismo modo que los mejores momentos de Crimes of the Future, de Cronenberg) aparatos de distintas épocas, como automóviles separados por décadas de diseño, cámaras digitales con teléfonos de disco, maquinaria futurista (en el experimento de la caja de cristal en New York, en la oficina itinerante de Gordon Cole y también en el equipo portátil del doppelgänger de Cooper) con celulares Alcatel circa 2008. El recurso es relativamente común en la obra más vasta de Lynch, con sus anacronismos que apuntan por lo general a la década de 1950 en contextos ochenteros (como en Blue Velvet) o de comienzos del siglo XXI (como en Mulholland Drive), o en el desconcierto total de una narrativa perforada por túneles y agujeros de gusano (Inland Empire). Esta (des)articulación de la historia en términos del proceso evolutivo del diseño y las tecnologías apunta a un no-futuro altercrónico por el que habremos de haber estado siempre ante historias que transcurren no necesariamente en otro tiempo sino en un no-tiempo, un trans-tiempo deslineal, plural y diverso o, al menos, un tiempo no legible en términos de historia única (y de paso de narrativa secuencial, como si aquí se cumpliera la provocación y promesa del Ballard de la década del 60); un tiempo, además, en el que es recurrente o permanente el «retorno» de lo inhumano, de lo reprimido y de la naturaleza (pensemos en la abundancia incremental de tomas de árboles, montañas y arroyos en The Return, encarnada de alguna manera en la subtrama de Jerry Horne perdido en los bosques y testigo de la muerte sobrenatural del hijo de su sobrina y el doppelgänger de Cooper), por lo que el «Antropoceno» de Lynch es, en rigor, una (no)época concebible solamente desde la alteridad radical a lo humano. No se trata, entonces, de la inauguración de una «era humana» o marcada por la agencia humana en y sobre el mundo, sino de un despejarse o cleansing de aquello que nos hace ver lo humano como agente efectivo de todo devenir: el futuro lyncheano no es un futuro lineal(izable) desde el tiempo humano sino un tiempo weird (en el sentido fisheriano del término), que brota desde la negación de la perspectiva cognitiva que asimilamos a lo humano. ¿Pero cuál es el lugar, entonces, de las explosiones nucleares, evidentemente ocasionadas por una agencia humana? Podría pensarse que se trata de aquello que abre la puerta, o el momento mismo de ese despeje o cleansing: en un relato concebible de Twin Peaks, una vez que los seres humanos detonan sus artefactos nucleares, el mundo deja de ser de ellos; o, mejor dicho, se pone en evidencia –más que nunca, con una intensidad todavía mayor– que nunca lo fue. Las bombas que marcan el comienzo del Antropoceno agencian un post-Antropoceno, era de lo no-humano o crisis de lo humano, ya no resoluble como un proyecto único sino como un rizoma de alteridades donde entidades «humanas» y entidades «anómalas» se interpenetran tanto como Leland Palmer y BOB, o Cooper, Dougie Jones y el doppelgänger, o, todavía más, Sarah (y acaso también Laura) Palmer y Judy.

¿Implica esta lectura de dos relatos ficcionales/ficcionalizados de las consecuencias de la prueba Trinity una toma de partida por la opción de presentar a la versión de Lynch como intrínsecamente weird y posthumanista y a la de Nolan como humanista, histórica y política en los sentidos más convencionales de los términos? No necesariamente. Hay, en definitiva, dos elementos muy notorios de Oppenheimer que nos permiten apelar a un pensamiento de procesos y a una cibernética no-subjetivista como eje de la historia post-Trinity y, por tanto, del Antropoceno. El primero es la noción de carrera armamentística (arms race), por la que en una situación con dos bandos más o menos bien definidos, ante la posesión de uno de esos bandos –digamos el bando A– de un arma extraordinaria, es suscitada la creación por parte del bando contrario –B– de un arma todavía más poderosa. Este output del sistema (un desequilibrio de poderes, es decir) a su vez produce un estado nuevo, por el cual A parece reaccionar al arma de B creando otra aún más terrible, en una situación de escalada evidente de poder destructivo que puede describirse en términos cibernéticos como «ciberpositividad» o loop de feedback («retroalimentación»). Es decir: el output de un sistema se vuelve input y produce un output todavía más intenso.
La analogía con el feedback o «acople» en un altoparlante es útil: pensemos en el consabido ejemplo de la guitarra eléctrica, en la que una serie de micrófonos debajo de las cuerdas recogen las vibraciones que producen estas en el aire y las envían codificadas en electricidad a un sistema que las amplifica conectado a una fuente de energía. Pero si los micrófonos son colocados de tal manera que registren el sonido que emerge del amplificador (o sea que el output se vuelva input) el resultado es una amplificación de volumen todavía mayor, en una curva exponencial o de «desenfreno» conocida como «acople». Por supuesto, no se trata de que el sistema termine produciendo un sonido tan poderoso que destruya el planeta completo, puesto que antes el sistema colapsa por sus propias limitaciones físicas y, por ejemplo, el altoparlante se satura y quema, abortando el proceso (salvo que el sistema prevea esta posibilidad con sistemas de compensación o frenado, o que otro sistema asociado, el «músico», interfiera para evitar el loop de feedback o intervenga ejerciendo una suerte de control o modulación, como en los casos de Jimi Hendrix y Robert Fripp, que han «hecho música» a partir del acople regulando la distancia entre micrófonos y altoparlantes). En el caso de la carrera armamentística, el colapso potencial del sistema es evidente: o bien la construcción de las armas arruina la economía de los países en cuestión o bien la detonación de una de estas destruye la civilización global que permite el desarrollo tecnológico capaz de propulsar la carrera armamentística (y/o la producción de energía necesaria para impulsarla); del mismo modo, cabe esperar la aparición de «cibernegatividades», o mecanismos compensatorios/reguladores espontáneos que emergen para evitar la catástrofe.
En la película –y, sabemos, en la historia «real»– Oppenheimer trabaja en la línea de la sugerencia de Albert Einstein y Leo Slizard acerca de las consecuencias nefastas que tendría «permitir» (es decir «no intervenir» o no iniciar una carrera armamentística movilizando recursos que permitan una aceleración apreciable) que la Alemania nazi desarrollara una bomba nuclear antes que sus enemigos; así, cierta cantidad de recursos de la maquinaria de guerra son apostados en la creación de una bomba atómica, movilizando científicos, técnicos y familias en un proyecto secreto. Sin embargo, el desarrollo nuclear nazi resulta demorado y la guerra en Europa termina antes de que esa posibilidad terrible parezca siquiera asomar en el horizonte, así que el esfuerzo por la creación del arma extraordinaria (en toda carrera armamentística las armas son propuestas como aquellas para «terminar todas las guerras») es resignificado y la bomba es arrojada contra Japón bajo la hipótesis de que el hecho causará una rendición inmediata y, por tanto, despejará el potencial de muchísimas más muertes. Los civiles muertos en Hiroshima y Nagasaki, entonces, se vuelven legibles como un «sacrificio» necesario para evitar un número aún mayor de muertes. Por supuesto, ya en su momento las objeciones a esta idea eran múltiples; el problema para Oppenheimer, según lo presenta la película, es comprender que una vez detonada la bomba para dar fin a la guerra en el Pacífico (algo con lo que en principio se habría mostrado de acuerdo, o habría preferido no objetar en base a un razonamiento del tipo «mal menor») da comienzo inevitablemente a una carrera armamentística por la que el nuevo rival –la Unión Soviética– producirá bombas mejores y Estados Unidos deberá responder con artefactos aún más devastadores: uno de ellos, la bomba H (o de fusión), ya entrevista en el proceso de desarrollo de la bomba A (o de fisión).
El segundo elemento va en la misma línea que esta apelación a la carrera armamentística y su estructura de loop de feedback. En una instancia del desarrollo teórico surge la duda, se nos cuenta, ante el alcance de la «reacción en cadena» iniciada por la detonación de la bomba (a su vez un loop de feedback en desenfreno que involucra neutrones, núcleos de uranio y energía liberada), que quizá haga entrar en ignición la atmósfera completa, destruyendo el planeta como si se tratara de esa consabida y campy épica del rock y el metal por la que los altoparlantes hacen explosión ante un power chord especialmente poderoso.

Oppenheimer consulta a Einstein, apelando a la célebre «intuición» del creador de la Relatividad Especial (es decir, de la real origin-story de la bomba atómica), quien sin embargo prefiere no entrometerse y sugerir que mentes mejor preparadas para la matemática deberían ser capaces de resolverlo. Pero esa posible solución teórica no podrá nunca ser definitiva –ya que la posibilidad del evento de ignición no puede ser computada en cero y solo la práctica tendrá la última palabra, como sucedió en efecto, dado que, salvo que habitemos colectivamente un mundo dickiano alternativo, ninguna de las tantas explosiones nucleares, de fisión o fusión, detonadas hasta la fecha han prendido fuego al mundo entero–, pero Oppenheimer opta por la fe y después el funcionamiento previsto de la bomba confirma que estuvo en lo cierto. Al final de la película, sin embargo, volvemos a un diálogo con Einstein (quien adquiere una y otra vez la función del viejo sabio derrotado pero lúcido) que unifica ambas amenazas de loop en desenfreno: el planeta, es decir, sí se prendió fuego tras la detonación de la primera bomba atómica, en tanto el hecho dio comienzo a una carrera armamentística, una era de ciberpositividad tras el desencadenamiento de un proceso retroalimentado que resignifica el control humano, amenaza con la supervivencia de la especie –y en gran medida de la biósfera– y encauza la historia en una autonomía de la producción tecnológico-armamentística: en términos de Nick Land, una teleoplexia –o inversión teleológica por la cual lo que antes era un medio se convierte en un fin en sí mismo y emergen nuevos sujetos y nuevas agencias– que, al identificarse con el comienzo del Antropoceno (una vez más, esa marca geológica producida por la acumulación de material radioactivo antropogénico a nivel global), termina por despejar esta nueva era geológica como aquella en la que la agencia humana «abre las puertas» (enciende la atmósfera) a un sistema donde los agentes en movimiento ya no son solo humanos, porque han de ser tomados en cuenta procesos autónomos como el tecnocapitalismo, cuya silueta se adivina detrás de la máquina de guerra y es identificable además con la consabida aceleración tecnológica posterior a la Segunda Guerra Mundial, con su carrera espacial (que a su vez potencia el desarrollo de la informática), su guerra fría, sus crisis energéticas, etc. En ese sentido, Nolan narra en Oppenheimer el comienzo del Antropoceno para, paradójicamente, señalar el fin de la era del control humano (o, mejor, de la firmeza con la que se creía en tal control), en la misma línea que Lynch en el capítulo octavo de Twin Peaks The Return ofrece su origin-story de la era weird y posthumana. Podría argumentarse que tanto desde la visión histórica de Oppenheimer, que incorpora así sea especulativamente las nociones de gobierno global como sistema regulador de la carrera armamentística (una vez más la figura del κυβερνήτης –kubernētēs, «timonel», «piloto»–, origen etimológico del término cibernética en su versión primordial wieneriana) o de cualquier otra agencia emergente en el sistema que actúe como freno al loop de retroalimentación, como desde el relato weird de Lynch, por el que una resistencia humana aliada a entidades en principio «benéficas» logra oponerse a las entidades radicalmente inhumanas (aunque permanece el enigma del final, si es que acaso Cooper «entrega» a Laura Palmer a Judy), una cierta dimensión de lo humano se mantiene como un sujeto agente válido y eficiente a la hora de evitar la catástrofe de su propia extinción. A esto a su vez cabe responder que esa catástrofe –como en la saga de Terminator, donde el triunfo de Skynet es siempre más demorado que evitado, del mismo modo que el retorno de los Grandes Antiguos en las ficciones de Lovecraft– es postergada una y otra vez pero permanece como posibilidad y acaso también como inevitabilidad: «no imposible, sino evitable», al decir del Agente Smith en Matrix Revolutions. Así, la reacción en cadena o el loop de retroalimentación en desenfreno, que en principio aniquila el sujeto controlador (ese «nosotros») en que siempre quisimos poder confiar, no hace sino problematizar el lugar de lo humano, desplazarlo, remplazarlo con figuras más extrañas. Todo final ha de incluir la advertencia de la silueta del monstruo moviéndose en las sombras (incluso cuando ese monstruo, como el miedo a una guerra nuclear, parezca cosa del pasado), amenazando con ese retorno por el que además también se comenzó, salvo que se intervenga, se fuerce el final feliz, se module el acople a algo que podamos entender como «música» y el desenlace al confort de lo humano restaurado y vuelto a consagrar: tarea (o naturaleza), en definitiva, de la literatura.

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